La magia que no se aprende

Aquella noche la Bruja Mala se coló en el castillo de la Bruja Buena y la apuñaló por la espalda.
- Y colorín colorado, este cuento se ha acabado -murmuró mientras sacaba del cuerpo de su enemiga un puñal chorreante de sangre.

Pero, al girarse, reparó en dos pequeños que contemplaban la escena con sus enormes ojos color aceituna. Aquellos dos mellizos eran los hijos de la Bruja Buena y, a partir de ese momento, lo único que separaba a la Bruja Mala de su final feliz. Sin embargo, antes de poder reaccionar y lanzarse sobre ellos, los niños salieron corriendo y abandonaron el enorme castillo donde se habían criado, adentrándose a través del bosque, donde la asesina de su madre no pudiera encontrarlos.

Entonces, la Bruja Mala conjuró:
- Corred, niños, corred lo más deprisa que podáis. Encontrad el camino inverso a casa y seguidlo. Avanzad juntos lo más deprisa que podáis, sin deteneros nunca, y conseguiréis alejaros para siempre de mí -hizo una pausa, y luego dibujó una sarcástica sonrisa en sus labios-. Pero al cumplir veintidós años vuestro camino terminará, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos caeréis hacia una profunda oscuridad de la que nunca nadie podrá salvaros.

Rió, y con su risa un relámpago verdeazulado cubrió el cielo sobre el castillo, dando por concluida su maldición.
- No, hermana... -susurró una voz a su espalda.

Era la Bruja Buena, retorcida de dolor, tratando de alzarse frente a ella para defender a sus queridos hijos.
- ¿Sigues viva? -inquirió la Bruja Mala.
- Sigo viva -respondió la madre superviviente-. Y mientras así sea no serás capaz de dañarlos.
- Nunca has tenido más poder que yo. No podrás romper mi hechizo. No podrás salvarlos -la Bruja Buena tosió, y un charco de sangre se extendió bajo los pies de su odiada hermana, provocando de nuevo la risa de ésta-. Y menos en ese lamentable estado.
- Lo sé. No puedo borrar tu hechizo, pero puedo ayudarlos en algo -cerró los ojos un segundo y comenzó a tejer su bendición-. Tal y como dices, al cumplir los veintidós años el camino que ahora siguen terminará, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos caerán hacia una profunda oscuridad... Pero aún podrán ser salvados. 
- ¿Ah, sí? Sorpréndeme.
- Con un beso de amor verdadero -concluyó.

La pose de impostada expectación de la Bruja Mala se convirtió rápidamente en una risa descontrolada y burlona.
- ¡Qué original! ¡Nunca lo hubiese adivinado!
- A veces los remedios tradicionales son los más eficaces.
- ¿Pero es que no lo entiendes? ¿Quién va a querer a quien ya ha sucumbido a la oscuridad? ¿Quién va a ver belleza en un corazón ya putrefacto? ¿Quién va a poder, siquiera, imaginar que exista un hombre tras los monstruos en los que se convertirán?
- ¡Mis hijos nunca serán monstruos!

Indignada, la Bruja Buena se lanzó a censurar a su hermana, pero sus piernas no respondieron y cayó de bruces sobre el extenso charco que ya formaba su propia sangre.
- Puede ser. Pero es lo que todo el mundo verá.
- Siempre subestimaste el poder del amor -comenzó a relatar la Bruja Buena desde el suelo, mientras trataba de volver a ponerse en pie-. Nunca creíste que fuese un tipo de magia más que estudiar. Te centraste en la manera de causar dolor y sufrimiento. Decidiste armarte de agonía y soledad, y olvidaste que todas las emociones parten de la misma fuente ancestral: la energía vital. La energía que impulsa a todos los seres vivos a seguir viviendo frente a cualquier adversidad. La luz que consigue esquivar todos los prejuicios, combatir las tinieblas y llegar a los corazones más sombríos, alumbrándolos con eso que tú tanto odias: el amor.

A lo largo de su alegato había conseguido hacerse con las fuerzas suficientes para levantar su dolorido cuerpo y lanzar una mirada desafiante a la mujer que se había declarado su enemiga pero a la que aún, en el fondo de su corazón, seguía queriendo con un irracional amor fraternal. Y justo entonces fue cuando llegó su final. El dolor comenzó a hacerse cada vez más insoportable hasta que cesó de pronto, haciéndole volver a caer. Esta vez para siempre. 

La Bruja Mala rodeó el cuerpo de la Bruja Buena y se dirigió hacia el enorme ventanal que había junto a su cama. Ya no sonreía. Ni siquiera había un atisbo de satisfacción en su rostro, porque ya no necesitaba demostrársela a nadie. Había ganado y lo sabía. Las palabras de su hermana habían sido los balbuceos de una moribunda, desesperada por mantener a salvo lo único que dejaba en este mundo. No tenían ningún poder, no podían hacerle ningún daño a su malvado plan, y sólo tenía que observar a través de aquel ventanal para comprobar que llevaba razón.

Más allá del frondoso bosque, los mellizos siguieron caminando y creciendo juntos. A falta de madre, se dieron todo el amor fraternal del que disponían y, apoyándose el uno en el otro, consiguieron afrontar todos los obstáculos a los que la vida los expuso. Hasta que su vigesimosegundo cumpleaños llegó y, tal y como rezaba la maldición de la Bruja Mala, el camino que seguían se terminó, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos cayeron en una profunda oscuridad. 

No se convirtieron en monstruos, ni tampoco ninguna mujer se enamoró de ellos. Simplemente siguieron cayendo juntos, atravesando la oscuridad como habían atravesado el bosque. Y fue en sus últimos años de vida, cuando ya la Bruja Mala había muerto con la certeza de haber conseguido su ansiada victoria, cuando comprendieron que el único amor que habían necesitado para salvarse era el que siempre había estado ahí. El amor que se habían profesado el uno al otro y que les había permitido seguir vivos, a pesar de la oscuridad que los rodeaba. El amor más poderoso que hubiesen podido desear. 


Te escribo desde donde me sentaba yo

 Abrí la puerta del despacho y me topé de frente con Ricardo, mi jefe. Esa mañana debía entregarle las fotos que me pidió hacía un mes y ya llevaba tres cuartos de hora de retraso. No soy impuntual, ni poco riguroso en mi trabajo, pero llevaba meses desconcentrado, obtuso, perdido. Y Ricardo se había dado cuenta: "Llegas tarde, despeinado, sudando, y estas son las peores fotos que me has traído desde que trabajas con nosotros. ¿Qué te pasa, Fabio?". No contesté, la verdad es que no tenía respuesta. Así que me despedí y me giré, dispuesto a irme. "Si necesitas un par de semanas de vacaciones para arreglar lo que sea que te ocurra cuenta con ellas. Pero cuando vuelvas te quiero a tope de nuevo" dijo justo antes de que yo saliese del despacho y cerrara la puerta tras de mí.

 Estaba cabreado. Conmigo, con mi jefe, con el trabajo, con el mundo, con mi vida y con un señor que se cruzó delante de mí a toda velocidad y que ni siquiera me pidió perdón por golpearme con el codo. Estaba cabreado pero no le grité, ni expresé mi disgusto. De hecho llevaba semanas cabreado pero mi rostro y mi cuerpo sólo eran capaces de dibujar una insulsa apatía general. No sabía por donde se estaba escapando toda esa ira que sentía, pero desde luego no se volcaba en el carácter ni en la fuerza de mis fotografías, que se volvían cada vez más y más frías, a la par que mi rostro, mi cuerpo, mis modales y mi forma de relacionarme con la gente. Hasta mis amigos había dejado de llamarme para quedar debido a esa raquítica aura que me rodeaba. No era maleducado, ni borde, ni hiriente. Simplemente no era agradable estar cerca de mí.

 Así que decidí que tenía que hacer algo. Volví a casa lo más rápido que pude y llamé a la oficina para aceptar las vacaciones que Ricardo me había propuesto. Hice la maleta, abandoné mi piso en Madrid y cogí el primer tren a Sevilla que salió de la estación de Atocha. Todo el mundo tiene un lugar al que regresar cuando el camino se le hace turbulento y el mío estaba en la ciudad donde nací y donde aún se alzaba la casa donde viví con mis padres hasta su fallecimiento.

 Hacía mucho tiempo que no volvía allí y todo estaba cubierto de polvo, pero no me importaba. Me gustaba que los recuerdos envejecieran para que los remordimientos no me alcanzasen cada vez que decidía dar un paso hacia adelante en mi vida. Los cambios serían aún más difíciles si el pasado siempre brillara con la misma intensidad. Y aún así, aún envejecido y maltratado por los años, de vez en cuando vuelve para recordarte quién eras. A veces lo hace con una canción, otras con un viejo conocido. A mi me golpeó con mi primera cámara de fotos, la que compré en una tienda de segunda mano en mis años de estudiante universitario y con la ayuda de la cual realicé las fotos que me permitieron acceder a mi primer trabajo como fotógrafo. Habíamos compartido muchísimos momentos juntos y ahora estaba ahí tirada, encima de mi escritorio, echando de menos que alguien manipulase su anticuado obturador.

 La cogí en seguida e inspeccioné mi habitación en busca de algún carrete que aún pudiese utilizar. Encontré un par de ellos en el segundo cajón de la mesilla de noche y, armado con ellos y mi antigua compañera de aventuras, salí de casa para lograr aquello para lo que había vuelto a Sevilla pero que no había adivinado hasta tener de aquella cámara de nuevo en mis manos: recuperar la inspiración.

 Entonces comencé mi aventura, recorriendo los mismos lugares que recorrí cuando joven y que tanto habían cambiado con el paso de los años. Las mismas calles, los mismos edificios, los mismos parques, ya tenían una apariencia completamente distinta. Y seguramente también albergaban historias diferentes. Pero eso no me preocupó. Seguía empeñado en no revivir los recuerdos, en sólo contemplarlos a través de mi teleobjetivo desde la distancia que me había otorgado el tiempo.Y eso hice, pero algo faltaba, así que seguí mi retrospección hasta el primer recuerdo de todos. La primera foto de todas. La primera que hice con mi primera cámara y que ahora se me revelaba decisiva en la travesía del reencuentro conmigo mismo.

 Fue una tarde de julio. Hacía calor y me sudaban las manos. Lo recuerdo porque me preocupaba que el sudor afectase a algún mecanismo de la cámara y no quería estropearla el mismo día en que me había hecho con ella. Así que te pedí un clinex y me limpié las manos con él. Sí, tú estabas allí, porque fuiste mi primera modelo. La modelo de mi primera foto. 

 Llevábamos saliendo poco tiempo aún por aquel entonces y esa foto fue la primera de muchas que te hice después pero la única que conservé durante años guardada en mi cartera. Por eso la recuerdo tan nítida como si la hubiese hecho ayer. Recorrimos el bosque que había detrás de la casa de tus abuelos y me arrastraste hasta, tal y como tú decías, el lugar más bonito que habías visto nunca. Y así me pareció a mí también entonces. Tras los últimos arbustos de la arbolada la alta colina sobre la que nos alzábamos presentaba ante sí una hermosa vista de la ciudad, sobre la que estaba a punto de dibujarse una cálida puesta de Sol. Nos besamos y te sentaste para posar. Tú sobre una roca y yo directamente sobre la hierba, un par de metros más atrás, tratando de lograr suficiente distancia contigo para que el objetivo de segunda mano no deformara tu precioso rostro. Tu piel morena, tus rizos castaños, tu diminuta nariz y tus torcidos labios. Aquellos torcidos labios que siempre odiaste porque no sabías que eran el secreto de tu encanto. Recuerdo cada centímetro de tu rostro gracias a aquella foto. Igual que recuerdo aquella foto gracias al encanto de tu rostro. 

 Así que allí estaba, más allá del bosque de detrás de la casa de tus abuelos, a la misma hora y en el mismo lugar, con la misma cámara colgada al cuello, esperando que el cielo también se tiñese de los mismos colores que aparecían en aquella misma primera foto. Miré por el visor, calculé la exposición, enfoqué el horizonte e hice la peor copia de la historia de las falsificaciones. 

 Podía verse la colina, la ciudad teñida de violeta, la puesta de Sol y hasta las nubes parecían haber querido imitar la coreografía que habían danzado aquella calurosa tarde de julio. Pero no había piel morena, ni rizos castaños, ni una diminuta nariz, ni tus torcidos labios. ¿Cómo no se me había ocurrido que la magia de la primera foto no estuviese en el lugar sino en la modelo?

 Una lágrima recorrió mi rostro, y la siguieron muchas más. Tantas que apenas pude moverme de allí hasta que el Sol terminó de despedirse y la noche lo cubrió todo con su oscuridad y su frío. No recordaba que podía hacer tanto frío en aquel lugar ni que Sevilla fuese una ciudad tan triste. Fui a levantarme y a salir huyendo de aquel desolador paisaje cuando tropecé y caí de bruces sobre la hierba. Entonces no volví a llorar, como cabría esperar, sino que empecé a reír como hacía tiempo que no lo había hecho. De pronto todo me pareció ridículo. La colina, el frío, la primera foto, mi viaje a Sevilla, la crisis que estaba a punto de acabar con mi carrera profesional. Tú me pareciste ridícula. Y yo también, allí tirado en medio de ninguna parte, tratando de encontrar en el pasado las respuestas que quería para el futuro. Peor, las que necesitaba para el presente. De pronto todo me pareció ridículo, pero complacientemente rídiculo.

 A la mañana siguiente agoté los dos carretes que había encontrado y me encerré en mi antiguo laboratorio de revelado en busca de algo positivo que sacar de aquel viaje. Seleccioné las mejores fotografías y se las envié por correo electrónico a Ricardo con la certeza de que se alegraría de comprobar que mi talento no había desaparecido del todo. Y hecho eso cogí papel y lápiz y comencé esta carta.

 Te escribo desde la colina donde te hice la primera foto para que sepas qué ha sido de mí después de tantos años y para que seas consciente de lo presente que aún te tengo en mis recuerdos. Espero saber de tí tan pronto como la recibas y que algún día volvamos juntos aquí para que pueda repetir de verdad la primera foto. Sin imitaciones. Con una cámara nueva, con tu piel morena surcada de arrugas, tus rizos quizás con alguna cana, tu diminuta nariz y, por supuesto, con tus torcidos labios, que apuesto a que seguirán tan torcidos y con tanto encanto como siempre. Te sentarás de nuevo sobre aquella roca y yo un par de metros más atrás. Donde entonces me sentaba. Desde donde ahora te escribo.


Siempre tuyo, Fabio.  

  


   

El Monstruo

 El Monstruo deseaba un corazón. Siempre había observado a los niños reír, llorar, querer, jugar, crecer... Los observada crecer y alcanzar la adolescencia, convertirse en adultos, descubrir la amistad, enamorarse, vivir. El Monstruo quería vivir. Se había cansado de las sombras y del interminable vacío, y lo único que le impedía sentir como aquellas criaturas era no tener ese extraño artefacto ruidoso y aparentemente incómodo al que llamaban corazón.
 Así que un día abrió la puerta del armario en que residía y se lanzó al mundo exterior. Buscó por toda la ciudad el lugar de donde provenían los corazones -si todo el mundo tenía uno debían fabricarse en un almacén enorme- pero no lo halló en ninguna gran superficie comercial ni en ningún polígono industrial. Cansado de buscar y temeroso de que cuanto mayor fuese el tiempo que pasara ahí fuera mayores serían las probabilidades de ser descubierto por un humano -o peor, por un niño-, decidió que tenía que optar por el camino más corto, aunque fuese el más drástico. Debía robárselo a alguien.
 Con la ayuda de su smartphone, investigó en reputadas y fiables bases de datos acerca del robo de corazones y finalmente concluyó que la mejor manera de extraerlos era tal y como describían aquellas fuentes etiquetadas como "literatura romántica": conseguir que una muchacha se enamorase de él.
 No perdió un segundo en armarse con una cantidad ingente de libros de auto-ayuda especializados en citas y registrarse en una de esas famosas aplicaciones con las que los humanos buscaban pareja. Y no tardó demasiado en toparse con la primera candidata. Primera y única, porque sus recién adquiridas habilidades románticas dieron sus frutos y aquella chica le pidió seguir viéndole en repetidas citas. Pronto pasaron de las palabras a las caricias y de las caricias a los besos. Y todo el mundo sabe que un beso de amor es el desencadenante perfecto para cualquier tipo de magia. Magia que el Monstruo utilizó para robar el corazón de la muchacha y luego desaparecer de vuelta a las sombras, dejando a aquella criatura allí sola y desamparada, vacía por dentro, como siempre se había sentido el Monstruo.
 De nuevo en el interior de su armario, miró fijamente el corazón robado y observó con curiosidad científica cómo latía. Cómo bombeaba potenciales emociones desde sus ventrículos para ir a parar al aire, desvaneciéndose en el acto. A partir de ahora todas ellas lo recorrerían a él. Al fin.
 Lo agarró fuertemente y lo introdujo en la negrura de su cuerpo. Al contrario de lo que cabría esperar, la operación no presentó ningún tipo de dificultad. El vacío al que él llamaba pecho lo atrajo hacia sí con una tremenda fuerza -o una profunda desesperación- y lo forzó a latir para él como nunca antes había latido para nadie. En ese momento el reino de las sombras comenzó a desdibujarse y el Monstruo fue expulsado definitivamente al mundo de los humanos. Estaba listo para empezar a vivir.



 Con su recién estrenado corazón dentro de su pecho y adecuadamente funcionando, el Monstruo se lanzó con entusiasmo a vivir todas aquellas experiencias de las que hasta entonces se le había privado. Fue al cine y se emocionó con una preciosa película. Asistió a un concierto y bailó hasta desfallecer. Salió al campo y quedó extasiado por el sobrecogedor paisaje. Viajó por todo el mundo, visitó todas sus ciudades, olió todas sus calles y disfrutó de todas las formas de arte que los humanos eran capaces de realizar. Con cada nuevo descubrimiento, con cada nueva emoción, el corazón robado latía cada vez más y más deprisa. Nunca nadie había explotado tan intensamente la vida como lo había hecho el Monstruo y, aún así, él quería más.
 Recordó todos los cuadros contemplados, todas las novelas leídas y todas las óperas escuchadas, y decidió que el amor sería su siguiente objetivo. Acudió de nuevo a su teléfono y se sorprendió de la cantidad de mujeres que se habían interesado por él desde que usó aquella aplicación por primera vez. Tenía muchísimos sujetos de prueba y eligió salir con todos. 
 Las había altas, bajas, rubias, morenas, con pecas, sin pecas, tímidas, habladoras, superficiales, intensas, graciosas, aburridas, coquetas, entusiastas, leídas, melómanas, cinéfilas, bohemias, religiosas, bebedoras, deportistas, sanas, artistas, locas, raras, pero todas hermosas. Hay que tener en cuenta que un Monstruo que ha vivido toda su existencia dentro de un armario es inmune a todos esos patógenos artificiales que afectan a la raza humana -especialmente a esa parte que se llama a sí misma civilizada- y que conocemos comúnmente como prejuicios. Así que se enamoró de todas y cada una de ellas. Y con cada nuevo flechazo el corazón robado tenía que incrementar cada vez más su velocidad y potencia para poder bombear eficientemente todo lo que el Monstruo sentía. Hasta que no pudo más.
 El Monstruo amó con todas sus fuerzas, sintió la máxima felicidad y sufrió las mayores decepciones. Vivió tanto y tan intensamente que ya apenas podía oír nada por encima de los latidos de su corazón, que resonaba con el desagradable estruendo de mil fábricas funcionando a la vez. Bum, bum. Bum, bum. Era la única canción que podía circular por su cabeza. Bum, bum. Bum, bum. Ni siquiera conciliaba ya el sueño y su cuerpo estaba completamente en tensión todo el día. Era insoportable. Tenía que devolver aquel artefacto del diablo antes de que la vida lo matase.
 Retrocedió hasta el punto de partida y buscó a aquella chica -la primera de todas, la dueña de su corazón- por todos los lugares que solía frecuentar. Exploró todos los rincones y preguntó a todos sus conocidos pero parecía que nadie sabía nada de ella desde el día de la extirpación. Su corazón seguía fuera de control, le pitaban los oídos. Lloraba y reía alternativamente. Estaba feliz y enfadado al mismo tiempo. Tenía que sacárselo ya.
 Con sus propias manos intentó arrancárselo, en vano, pues la experiencia ya le había enseñado que no era tan fácil separar un corazón de su cuerpo. Y aún así siguió intentándolo. Cada vez más fuerte, cada vez más profundo. Hasta que una chispa en su cabeza prendió, regalándole la revelación que necesitaba. Era imposible, pero era la única posibilidad que le quedaba por comprobar. Así que asustado, pero decidido, siguió retrocediendo hasta encontrarse finalmente frente a la puerta del armario. Su armario.
 Cuidadosamente la abrió y sintió cómo las sombras brotaban de él y lo tentaban a regresar. Pero no tenían que tentarlo porque él ya estaba convencido. En el interior del armario, en medio de toda aquella oscuridad, se encontraba ella, hermosa y vacía. Perfecta. Y el Monstruo no tuvo más remedio que saltar dentro, acercarse tiernamente y besarla como no había besado a ninguna de sus otras amantes. Fue el mejor de los besos porque sería el último que daría. Porque en cuanto sus labios entraron en contacto con los de la joven el corazón robado salió disparado, incrustándose de regreso en el pecho de su legítima propietaria y condenándolo de nuevo a su eterno vacío.
 Por unos instantes todo fue fuego, dolor, gritos, magia y humedad, y cuando el proceso terminó la chica había desaparecido y él volvía a estar dentro de su armario, solo, como siempre había estado. Pero no se sintió triste. En realidad no sintió nada porque simplemente no podía. Ya no tenía corazón. Echó un vistazo a la profunda oscuridad que lo rodeaba y el infinito lo reconfortó.

  

Lucía y el viento

  Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera y no regresó hasta que el invierno ya había desnudado a todos los árboles del reino. Era una joven esbelta y hermosa, hija de buenos padres, buen apellido y sobre todo buena fortuna. Despertaba cada mañana en una mullida cama de plumas dentro de su espaciosa y lujosa alcoba, desayunaba, almorzaba, merendaba y cenaba los más deliciosos manjares que, dentro de las fronteras del reino, se podían cocinar y disfrutaba, cada día, de las más exuberantes fiestas, los más divertidos juegos y los más prestigiosos espectáculos de música y danza, tanto clásica como contemporánea. No había nada que le faltase y que su riqueza no pudiese conseguir y, sin embargo, siempre había querido escapar.
 
  Desde que era una niña, su querida abuela le había contado hermosos cuentos de princesas encerradas en enormes castillos o altos torreones, de los que siempre las rescataba el amor de un joven y apuesto príncipe azul para llevarlas tan lejos como su radiante corcel blanco pudiera. Su cuento preferido era el de "La sirenita", que entregó su voz a cambio de unas piernas con las que poder caminar sobre la tierra.

  Ella no creía en el amor, en los príncipes azules ni en los corceles blancos. Tampoco creía en la magia. Pero sí en el mar y, ¿qué no sería capaz ella de entregar si alguien le prometiese llevarla al mar? ¿Acaso no sería capaz de renunciar a su voz o a sus piernas para poder ver el mundo que se extendía más allá de los muros del paraíso en el que sus padres la habían condenado a vivir? ¿Acaso sería un precio demasiado alto por disfrutar de las innumerables emociones, experiencias y aventuras que allí le esperaban? Sus padres siempre la alertaban de los accidentes y los peligros que podían aguardarla fuera pero, ¿acaso eso no fortalecía y alimentaba aún más en ella su deseo y ansia de libertad?

  Quería ver el mar, y por eso decidió marcharse.

  Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera, en la que los pájaros cantaban y los árboles danzaban al ritmo del viento. Del viento. Recorrió el sendero que conectaba la mansión con la capital del reino, y desde allí inició oficialmente su viaje. Atravesó bosques, colinas, montañas y desiertos, pero sus débiles piernas de joven aristócrata llegaron a su límite antes de que se perdiese si quiera, a lo lejos, la silueta de su antiguo hogar. 

  Lloró desconsoladamente. 
—¿Qué te sucede, jovencita? —le preguntó, entonces, una voz silbante y aterciopelada.
—Quería escaparme de casa, quería ver el mundo, pero ya estoy cansada. Nunca había tenido que caminar tanto —respondió ella sin alzar la vista del suelo.

Le daba vergüenza que la vieran llorar. Una señorita como ella no podía permitirse mostrarse en público en un estado tan lamentable como aquel. Sacó un pañuelo del bolsillo de su vestido para secarse las lágrimas. 
—¿Quieres que te ayude a llegar al mar? —le ofreció aquella voz.
 —¿Al mar? ¡Nunca he visto el mar! —dejó de llorar y alzó la vista para aceptar la ayuda de su interlocutor— ¡Por favor, ayúdeme!

Al girar sobre sí misma varias veces y no ver a nadie a su alrededor creyó por un momento que se estaba volviendo loca y que ya empezaba a hablar sola y a tener alucinaciones, sin embargo, al volver a hablar, la voz le contestó:
—¿Dónde está usted? ¿Desde donde me habla?
—Desde todas partes.
—¿Y cómo es posible eso? —si aquella conversación era una alucinación se trataba de una muy elaborada—. No se puede hablar desde donde no se está.
—Hablo desde todas partes porque estoy en todas partes.
—¡Una persona no puede estar en todas partes! —empezaba a ponerse nerviosa. 
—¿Y cómo sabes que soy una persona? —preguntó entonces la voz. 
—Porque estamos hablando —razonó Lucía—. No podríamos estar hablando si fueras una hormiga, un pájaro o todos los árboles del bosque. ¡Sólo hablan las personas!
—¿Y si te dijese que soy el viento?
—¿El viento? —se extrañó—. ¿Cómo podría hablar el viento? ¿Cómo podría yo entenderlo?
— Silbando —respondió tajante, como si no pudiese existir otra respuesta.

  Lucía ya había perdido demasiado el tiempo hablando sola. Definitivamente se había vuelto loca, pero eso no la separaría de su libertad. Volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, se enderezó un poco su vestimenta y retomó su marcha, enérgica. Pero el viento la retuvo. 
—¿Por qué te vas? —le preguntó.
—¿Por qué me frenas tú? —contraatacó ella.
—¿No querías llegar al mar?
—Sí, por eso camino. Si me quedo aquí, hablando contigo, no conseguiré llegar nunca.
—Pero yo puedo llevarte —volvió a ofrecerle el viento, y Alicia frenó—. Pídemelo y te llevaré.
—¿Y cómo piensas hacerlo —le preguntó ella recelosa.
—¿Acaso no soy el viento? Lo haré soplando.
—¿Soplando? ¡Menuda manera de viajar!

  El viento guardaba silencio. Lucía se mostraba desconfiada y, sin embargo, era consciente de que le dolían tanto las piernas que jamás podría llegar al mar si no era con ayuda. Del viento o de quien fuese. 
—Si no te hace gracia la idea puedes seguir caminando...
—¡No, por favor! ¡Lléveme hasta el mar! ¡Por favor se lo pido!

  Lucía decidió agarrarse a su última oportunidad con cuerdas y tenazas. Aunque fuese un engaño. Aunque fuese una ilusión. No había escapado de la mansión para quedarse allí tirada, a medio camino, con hambre, sed, dolor de piernas y sin conseguir llegar a su destino. De momento se sintió la protagonista de uno de aquellos cuentos que su abuela le contaba.
—Está bien. Te ayudaré —aceptó el viento—, pero con una condición.
—Sabía que habría algún truco —Lucía sonreía—, pero no me importa. Estoy dispuesta a entregar lo que sea. Mi voz, mis piernas. Lo que sea.
—¿Lo que sea?


Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera y no regresó hasta que el invierno ya había desnudado a todos los árboles del reino. Sus padres, preocupados, la buscaron por toda la mansión, por toda la ciudad y por todo el reino. Eran aristócratas de gran influencia y no dejaron ni un rincón si quiera por recorrer, ansiando su pronto encuentro. Pero no hubo suerte. Los días pasaron, el invierno se hacía cada vez más frío y oscuro y el viento soplaba cada noche, haciendo crujir todas y cada una de las ventanas de la mansión. El viento. Siempre el viento.

  Un día, el padre de Lucía se despertó de madrugada y creyó oír una voz que lo llamaba desde el exterior. Curioso, se levantó de la cama y salió de la alcoba tratando de no despertar a su amada esposa. Recorrió el pasillo principal de la mansión y bajó la inmensa escalera de caracol que conducía al vestíbulo. Hacía frío, pero no dudó en abrir las puertas. 
—¡Papá! ¡He visto el mar! —lo saludó Lucía.
—¿Lucía? ¿Hija? ¡Gracias a Dios que has vuelto!—se alegró aquel viejo aristócrata al volver a oír la voz de su hija— No vuelvas a escaparte nunca más.
—No lo haré, papá. Ya he visto todo lo que deseaba ver.
—Pero entra hija, que debe hacer frío ahí fuera —le recomendó—. Además, con tanta nieve no puedo verte bien.

  El padre de Lucía se había dejado las gafas en la mesilla de noche, arriba, en su alcoba. Ahora se arrepentía de no haberlas cogido para poder ver el rostro de su hija tan nítido y hermoso como se veía aún en su recuerdo. Lo que no sospechaba es que su miopía no era la culpable de que no consiguiera vislumbrar ninguna silueta al otro lado del portón de la mansión.
—Vamos. ¿Qué te pasa? —el hombre avanzó varios pasos para intentar palpar a su hija— Ven. Ven conmigo.
—Lo siento, papá. Sólo he venido a despedirme.
—¿Despedirte?

  Él seguía avanzando. Hacia el exterior de la mansión, sobre la nieve, bajo las estrellas, pero no conseguía encontrar a su hija. ¿Por qué no podía encontrar a su hija? Si estaba allí. Si él podía hablar con ella. ¿Por qué no era capaz de tocarla, de besarla, de abrazarla? ¿Por qué hacía tanto frío si el invierno ya estaba a punto de acabar?
—¿Dónde estás, hija? —gritaba desesperado, pero no obtenía respuesta.
—Me voy —logró articular al fin Lucía, cuyas lágrimas oprimían sus palabras para impedirle romper el silencio— Despídete de mamá por mí. Dile que la quiero.
—Lucía, ¡espera! ¿A dónde vas?
—A ninguna parte —respondió solemne.
—¿Y ahora dónde estás? ¿Desde dónde me hablas?
—Desde todas partes —fue lo último que su padre la oyó decir.
—¿Desde todas partes?¿Cómo es posible?

  Lloró el padre de lucía. Y sus ojos vertieron sobre la nieve el mar que su hija tanto anhelaba conocer. El mar por el que escapó de casa aquella soleada tarde de primavera. El mar por que el que habría sido capaz de entregar su voz. El mar por el que habría sido capaz de entregar sus piernas. El mar que la separó de él, para siempre. El mar por el que se convirtió en viento.



Salvar el mundo

  Pablo quería salvar el mundo, pero su mundo se reducía a su castillo de playmobil, que estaba siendo atacado por el terrible y bárbaro ejército pirata, recién atracado en las costas de su dormitorio.
  Los arqueros del reino apuntaban, apostados tras las almenas, contra los malvados invasores, que ya se acercaban raudos, portando hachas y sables, a través de la espesura del bosque. Gritos de guerra y de alarma se mezclaban a medida que se precipitaba el sangriento encuentro. El General Vázquez, al mando del ejército real, daba las últimas órdenes a sus hombres mientras éstos preparaban sus lanzas. El enemigo ya estaba lo suficientemente cerca. Había que entrar en acción. Los soldados, armados de valor, comenzaron a salir radiantes desde el interior del castillo para plantar cara de una vez por todas a sus bárbaros invasores. Eran peligrosos enemigos pero Pablo no iba a permitir que ganasen.
Entonces alguien abrió la puerta de la habitación. Era su madre, tan inoportuna y chirriante como siempre, que entró en el campo de batalla como la que entra en una sala de estar cualquiera, ignorante de que sobre el suelo de aquel dormitorio se libraba el encuentro más decisivo de todos. La madre de Pablo era del tipo de mujer que jamás comprendería la importancia de un momento como aquel. El honor y el coraje no tenían ningún significado para ella:
—Pablo, hijo, deja de jugar ya y ayúdame a poner la mesa. Casi es la hora de comer.
Pero Pablo no entendía cómo podía incitarle su madre a cometer semejante irresponsabilidad. ¡Estaban invadiendo el castillo! Si los piratas ganaban se harían con el control del reino. ¿Cómo iba a dejar a sus hombres solos en tales circunstancias? 
—Pero, mamá, no puedo irme ahora. Tengo que salvar el mundo.
—El mundo no quiere ser salvado, Pedro —contestó ella—. Y tu madre necesita ayuda. Así que ven a ayudarme, anda.
—¡No puedo! ¡No quiero! —se negaba él. 
Enfadada, su madre avanzó decidida por la habitación, mucho más rauda y temible que cualquier pirata, y derribó a patadas el castillo de playmobil para poder llegar hasta su hijo. Entonces lo cogió del brazo, lo arrastró por todo el dormitorio y lo sacó casi a empujones de la habitación. Pero no ahogó sus inquietudes.
Pablo quería salvar el mundo, y para ello siguió creciendo, estudiando y librando batallas. Aunque sus notas no fueran brillantes en el colegio remontó en la secundaria y fue un alumno sobresaliente en bachillerato. Más tarde se licenció en Ciencias Políticas y se afilió al PSD (Partido Social-Demócrata) para hacer de su vida una lucha por el bien común. Se convirtió en un hombre luchador y comprometido, se ganó la confianza de sus vecinos y de sus colegas, ascendió rápidamente dentro de la jerarquía del partido e incluso llegó a ocupar puestos de relevancia en el gobierno. Había conseguido estar al mando. 
Pablo quería salvar el mundo y, sin embargo, se encontraba atrapado en un laberinto de despachos y reuniones que lo alejaban cada vez más de sus vecinos. De sus hombres, sus soldados. No era exactamente como el castillo que imaginaba tener que defender pero aún así dio todo de sí para defenderlo. Luchó por la educación de los más jóvenes, por la justicia contra los delincuentes y por la mejora de la economía de su país. Su reino. Pero su partido no dejaba de recibir críticas por parte de los ciudadanos. El mundo no quiere ser salvado —le había dicho su madre— y empezaba a saber a qué se refería.
Con los años, su compromiso se manchó de inercia y costumbre, y de la costumbre nació la desmotivación. Así que Pablo se acomodó en su elegante despacho, se fue enriqueciendo con su abultado sueldo y comenzó a disfrutar de su flamante estilo de vida. Cuando llegó el momento se casó con una hermosa mujer y tuvo un precioso hijo al que llamó Pedro.


Un día, al regresar a casa, Pablo colgó su gabardina en el perchero de la entrada, se aflojó el nudo de la corbata y fue directo a tumbarse en el sofá del salón, como hacía cada noche, agotado de firmar leyes que no ayudaban a nadie y de desacreditar a políticos emergentes de partidos de la oposición. Pero antes de llegar a descalzarse oyó que su querida esposa le gritaba desde la cocina:
—Cariño, no te relajes tanto que ya casi está hecha la cena. Ve a llamar a Pedro para que te ayude a poner la mesa.
—Vale, cielo —contestó él.
Por los ruidos que se oían procedentes del piso superior supuso que Pedro estaría jugando en su dormitorio, así que subió las escaleras y atravesó el pasillo. A medida que fue intuyendo sonidos de disparos, órdenes de ataque y gritos de guerra que se colaban a través de la puerta entreabierta de la habitación, Pablo fue tratando de adivinar el juego al que su hijo se entregaba con tanto entusiasmo. Pero al entrar en el cuarto de Pedro y ver una nave espacial, rodeada de hombres vestidos con batas blancas y armados con espadas de colores, y otro grupo igual de numeroso, pero formado por extrañas criaturas de colores verdeazulados, no pudo evitar sobrecogerse ante el abismo generacional que los separaba. 
Pedro también quería salvar el mundo, pero no era el mismo mundo que quería salvar su padre. Su mundo había conocido el vertiginoso desarrollo de la tecnología y ya soñaba con viajes espaciales e invasiones alienígenas. Pablo no se dejó amedrentar.  
—Es la hora de cenar, Pedro.
Su hijo no contestó. Estaba demasiado ocupado haciendo avanzar a las criaturas verdeazuladas hacia la nave espacial. Pablo no quería ser como su amargada madre, así que se remangó la camisa y se sentó junto a él, preparado para pelear a su lado.
—Venga. Yo te ayudo a vencer a los alienígenas. Pero luego tú me tienes que ayudar a poner la mesa. 
—¡No! ¡Los malos no son los alienígenas! —le reprochó Pedro— El malo es el Comandante Intergaláctico Smith, que está ahí en la nave espacial. Él y su ejército de jedis han invadido por la fuerza el planeta alienígena Kripton y sus habitantes quieren que se vayan. 
Sorprendido por aquella versión alternativa del juego, Pablo tardó un rato en asimilar toda la información y adaptarse a las nuevas circunstancias. Pero pronto asumió su nuevo rol de alienígena y se embarcó en la batalla junto a Pedro. 
No iba a ser una victoria fácil. El ejército de jedis del Comandante Intergaláctico Smith contaba con hombres militarmente preparados, armados con sables láser pertenecientes a la más puntera tecnología bélica, mientras que los alienígenas de Kripton habían sido siempre un pueblo pacífico y no habían necesitado armas hasta entonces. Luchaban con mazas de madera y espinas, con cerbatanas apresuradamente improvisadas y con deseos de libertad y paz dentro de sus corazones. No tenían ninguna posibilidad de ganar, pero tampoco nada que perder. Y, milagrosamente, eso fue suficiente para asustar a los bárbaros invasores y hacerlos retroceder hasta el interior de su nave espacial antes de la hora de la cena.
—Los hemos salvado, campeón —felicitó Pablo a su hijo.
—El Comandante Intergaláctico Smith también quería salvarlos —respondió Pedro, cortante.
Entonces la madre de Pedro, la esposa de Pablo, los llamó a gritos desde la planta inferior, para que bajasen a cenar. Había tenido que poner la mesa ella sola pero ya estaba acostumbrada a no recibir ayuda de ninguno de los dos atolondrados hombres de la casa. Pedro se levantó en seguida y salió corriendo del dormitorio. Pablo no se movió.
—Pero Kripton no quiere ser salvado —oyó que terminaba de decir su hijo mientras bajaba a toda prisa las escaleras para ir a cenar.
Pablo se quedó solo en el dormitorio, sentado en el suelo, junto a la nave espacial de su hijo. El pobre Comandante Intergaláctico Smith no había llegado a subir al vehículo para regresar a casa. Había caído durante la batalla contra los alienígenas, defendiendo con su vida la importante misión que el mundo le había encomendado. El mundo. En aquel momento Pablo se preguntaba quién era el mundo. ¿Quién le había encomendado salvarlo? ¿Acaso no se lo encomendó él mismo?


Mi vida. Tu vida.

       Ruido. Aún recuerdo el ruido del tráfico irrumpiendo inoportuno a través la ventana. Las luces de las farolas, los neumáticos frenando, las bisagras gritando. ¿O eras tú quien gritaba? Seguramente sería yo, derramando mis vísceras sobre el suelo del salón. El salón de mi casa. De tu casa.
Eran las diez de la noche cuando apareciste con aquel vestido negro, perturbadoramente sugerente, y a las diez y media ya te había dado tiempo a rescatarme de las garras del solomillo al Pedro Ximénez que estaba tratando -a pesar de mi famosa aunque irremediable torpeza culinaria- de preparar, de ayudarme a elegir una camisa y una corbata lo suficientemente elegantes como para tratar de igualarme a tu inigualable vestido negro, a recoger el salón, ordenar mi escritorio, hacer mi cama y, mientras yo me terminaba de vestir y peinar, preparar la mesa donde cenaríamos el solomillo al Pedro Ximénez, que ya te pertenecía más a ti que a mí. En realidad toda la casa seguía perteneciéndote más a ti que a mí, y cada vez que venías cada rincón de ella se desordenaba más de lo normal sólo para recordármelo.
Al bajar las escaleras me piropeaste y yo te devolví el piropo. Por un segundo me pareció que los años de matrimonio, los años de noviazgo, los años de amistad, se habían esfumado para convertirnos de nuevo en dos nerviosos y enamorados adolescentes que acababan de conocerse. Aunque volví a la realidad enseguida. Tú me arrastraste, al sentarnos definitivamente a cenar, con tu tintineante retórica de mujer renovada, libre, feliz, orgullosa de haber conseguido encontrar su propio espacio en su nuevo trabajo, su nueva casa, su nueva pareja, su nueva vida. Encontrar tu propio espacio significaba haberte librado de mí.
—¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
En ocasiones anteriores ya me habías telefoneado para hablarme de ti, e incluso me habías invitado a visitar tu apartamento, a conocer a tu novio, Josué -un hombre ridículamente encantador- , o a tomar café para contarme tus novedades, tus ambiciones, tus planes de futuro. En resumen: Las cosas que yo no quería saber si no me ibas a permitir compartirlas contigo. Ahora me tocaba a mí ponerte al día. El problema es que yo no sabía si quería contarte nada, ni siquiera si tenía nada que contar.
—Vamos, habla tú un poco. ¿Has conocido a alguien?


        Llegó la maldita pregunta. Me hubiese gustado decirte que no. Gritarte que no. Claro que no. ¿Cómo iba a conocer a alguien? Sólo habían pasado dos años desde nuestro divorcio. No me había dado tiempo a encontrar mi propio espacio en un nuevo trabajo o en una nueva pareja. Mucho menos en una nueva vida. No me había dado tiempo a olvidarte. Pero te respondí lo de siempre, que había conocido a muchas pero que todas habían formado parte de relaciones esporádicas y pasajeras, nada serio. Era mentira. Mi cama no había pertenecido a nadie más que a ti. Ya no pertenecerá a nadie más que a ti.
Sonreíste satisfecha y elogiaste lo rápido que me había recuperado, sin mencionar que hasta hacía algunos meses aún había estado llamándote al móvil de madrugada suplicando tu vuelta. Sin mencionar que el día de tu cumpleaños, inspirado por una burda comedia romántica que había estado viendo -en un absurdo intento de no pensar en ti aquella señalada fecha-, me había presentado en tu casa con un conjunto de mariachis. Y sin mencionar que Josué, aquel mismo día, razonadamente molesto con mi regalo, casi había tenido que amenazarme con pedir una orden de alejamiento si no me iba y os dejaba en paz.
Terminamos de cenar, recogimos la mesa y nos quedamos mirándonos en silencio en mitad del pasillo que llevaba hasta la puerta de entrada. Tu salida. Me cogiste de la mano y me dijiste que sentías mucho lo que nos había ocurrido pero que era lo que tenía que ocurrir. Yo, asqueado ya de tantas comedias románticas, me sabía el discurso de memoria y dejé de prestar atención a tus palabras para recrearme en tus ojos y tus labios. Mientras hablabas recordé las mañanas en el parque, las tardes frente al mar, los viajes, los paseos, las aventuras, las noches de amor y también las de sexo. Terminaste de hablar y me abrazaste. Y con tu tacto volvieron también los gritos, las lágrimas, las discusiones, las lámparas temblando, el suelo crujiendo y los cubiertos sobrevolando nuestras cabezas. Yo también te abracé y luego lloré de felicidad. Había logrado comprender que nuestra historia había sido preciosa pero que había llegado a su final.
Cuando te llamé para cenar aquella noche no fue porque necesitara de tus palabras, ni de tu compañía. Ni siquiera necesitaba tu calor o tu recuerdo. Necesitaba  encontrarme yo, desahogarme yo, despedirme yo. Lo que no sabía, cuando te llamé para cenar aquella noche, es que me despediría para siempre. Me secaste las lágrimas y me diste un beso en la frente, luego acariciaste dulcemente mi mano derecha y te dirigiste hacia la puerta para salir de casa. De la que siempre será tu casa. Lo que no sabíamos ninguno de los dos, ni tú mientras cruzabas la calzada para llegar hasta tu coche, mal aparcado en la segunda fila de la acera de enfrente, ni yo mientras me daba la vuelta y volvía al salón, dónde me sentaría en el sofá a leer alguna novela o a ver otra absurda comedia romántica en la televisión, es que también estabas abandonando la vida. Mi vida. Tu vida.


Luz

—Mamá, el monstruo está aquí —decía Luz desde el otro lado del teléfono. Desde donde su madre no alcanzaba a abrazarla.
—¿Qué monstruo? —preguntó Eva. Le temblaban la voz y las piernas.
—Tengo miedo, mamá —seguía diciendo su hija, cada vez más afectada—. Tengo miedo.
—Tranquila, cariño. Tú no te muevas —trataba de tranquilizarla pero su nerviosa mandíbula la hacía tartamudear—. Voy a por ti.

Eva también tenía miedo pero no podía permitirse quedarse allí, en aquella habitación, temblando. Tenía que ir a buscarla. Su hija Luz la llamaba desde algún rincón de aquella casa, asustada. No sabía muy bien de qué, pero el temor siempre es mayor cuando no se sabe qué se teme.

Estaba a oscuras, como siempre. Ya ni siquiera recordaba lo que era la luz del sol. Comenzó a caminar a tientas, a través de la habitación, agarrándose como podía a las paredes y pegándose con toda su fuerza al suelo, palpando al mismo tiempo, a tientas, el aire para no encontrar ningún obstáculo. Hasta que halló la puerta y la abrió. Ya estaba en el pasillo.
—¿Luz? —volvió a ponerse el teléfono en la oreja—. ¿Dónde estás, Luz?
—No lo sé mamá —contestó nerviosa ella—. El monstruo me ha encerrado en algún sitio. Está oscuro, mamá.
—¿Encerrado dónde? —Eva comenzó a llorar—. ¿Un armario? ¿Una caja? ¿Una habitación?
—No lo sé, mamá. Está oscuro. No veo nada.
—Yo tampoco veo nada, cielo. Pero puedes tocar las paredes y el suelo. Su textura. ¿Están calientes o frías? ¿A qué huelen, Luz? ¿A qué huelen?

Eva podía oír el llanto de la niña. Su respiración entrecortada e intensa. Podía sentir cómo le latía el corazón. Oler su miedo.
—Está frío. Y huele a humedad.
—¿Humedad?

El sótano, pensó automáticamente, y echó a correr por el pasillo. A oscuras, como siempre. Ya no tenía miedo, ni tampoco un segundo que perder. No sabía quién había entrado en su casa o qué había asustado a su hija pero ella no era una mujer indefensa. La salvaría. Con las prisas no se dio cuenta de que ya había llegado al final del pasillo y, sin poder remediarlo, cayó rodando por las escaleras hasta la planta baja. Pero no tardó en volver levantarse. Decidida, retomó el camino, esta vez más calmada, tratando de no volver a tropezarse, y no tardó en encontrar el pomo de la puerta que llevaba al sótano.
—Ya estoy aquí, Luz. ¿Puedes oírme?

Su hija no contestaba. Eva terminó de bajar de un salto y comenzó a tocarlo todo a su alrededor. Luz, decía a gritos. A través del teléfono y por toda la habitación. Para que su hija pudiese oírla, para que ella pudiese encontrar a su hija. Para que estuviesen de nuevo juntas, lejos de aquel terrible monstruo. Eva echó a llorar de impotencia.
—¿Eva? —dijo de pronto una voz a su espalda.

Ella se giró pero no vio a nadie. Sólo oscuridad, como siempre. Sin embargo, sabía que alguien la había llamado y respondió en seguida:
—¿Luz? ¿Eres tú?
—No, Eva. Soy yo; Sofía.

Los ojos de Eva seguían cubiertos de lágrimas, humedeciendo la oscuridad pero sin lograr limpiarla del todo. Dio un par de pasos hacia adelante y extendió los brazos para tocar a su amiga. Allí estaba, alta y delgada. Y rubia, e inteligente. Su amiga Sofía.
—Hola, Sofía. Tienes que ayudarme —le pidió—. Hay que encontrar a Luz. Está asustada y encerrada en alguna parte de la casa. Dice que un mostru...
—Tranquila, Eva. No pasa nada. A Luz no le ocurre nada.
—¡Pero acaba de llamarme! ¡Necesita ayuda! ¡Ayúdame Sofía!
—¡Basta!

Sofía agarró a Eva por las muñecas y la inmovilizó para que se tranquilizara. No era la primera vez que algo así le ocurría pero no terminaba de acostumbrarse a verla así. Destrozada, perdida, confusa. Aterrada.
—Luz está muerta, Eva. ¿No te acuerdas?
—¿Muerta?

Las dos mujeres se callaron y el sótano se quedó en silencio. Eva dejó caer el móvil al suelo y luego cayó ella junto a él. Seguía llorando. No estaba loca. Había hablado con Luz por teléfono. Había hablado con su hija. Y ella le había pedido ayuda.
—Había un monstruo...
—No hay ningún monstruo —Sofía se agachó para ayudar a su amiga a levantarse—. Venga, ¿por qué no vuelves a tu habitación? Allí estarás mejor.
—¡No! ¡Está oscura! —se resistía Eva—. ¡Y no veo nada!

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Sofía pero tenía que ser fuerte. Después de ponerla en pie la ayudó a salir del sótano, a subir las escaleras y a regresar a la habitación. Fue difícil pero al final siempre acababa cansándose y regresando. Antes de cerrar la puerta oyó que decía:
—No recuerdo su cara.
—Porque nunca se la llegaste a ver —pensó Sofía, pero no lo llegó a decir. No hubiese podido decírselo.

Suspiró agotada, física y emocionalmente. Volvió a travesar el pasillo, entró en la última puerta antes de llegar a las escaleras, se quitó el uniforme de enfermera y lo metió en una taquilla. Se colocó unos vaqueros y una camiseta de manga corta y se dirigió hacia la puerta, saludando a otra mujer que entraba en la misma habitación y abría otra de las taquillas.
—Estad especialmente pendientes de Eva esta noche, acaba de tener una de sus crisis —le dijo antes de salir.
—Esa pobre mujer nunca se perdonará lo de su hija, ¿verdad? —contestó su compañera—. No te preocupes. Estaré atenta. 
—Gracias. Hasta mañana.


Sofía bajó las escaleras, atravesó el vestíbulo y salió por la puerta principal. Volvía a casa. 

Descripción

Como ya estoy acostumbrado a tus retrasos nunca llego al punto de encuentro con demasiada antelación, pero sí con el tiempo suficiente para pararme algunos minutos a observar el paisaje que me rodea. Me da igual si es un campo floreado o una calle ajetreada, si es un desierto o una playa tropical. Esta tarde tocaba parque.

El sol incidía tímido entre las nubes altas y veloces, creando formas y siluetas sobre la hierba y sobre los bancos. También sobre el banco en el que yo estaba sentado y sobre mí mismo. Además hacía viento, y el viento soplaba contra los árboles, haciéndolos balancearse y crujir. Crujían sus ramas pero también sus hojas, que caían, teñidas de otoño, como desesperados supervivientes de un edificio en llamas. Pero no hacía calor.

El sonido del viento y de los árboles se unía al de los viejos columpios chirriando y al de los niños riendo. Niños que jugaban a un extraño, pero al parecer divertido, juego que consistía en esconderse y huir los unos de los otros. Uno contaba hasta diez con los ojos cerrados y el resto salía corriendo. En una de esas carreras una niña se cayó y lloró, pero su madre, que estaba alerta, fue rauda a consolarla.

El resto de madres estaban a al menos cinco metros del parque infantil, sentadas en bancos o de pie, meciendo cochecitos o portando niños que, supuse, aún no sabían caminar. Las madres parloteaban unas con otras de sus trabajos, de sus telenovelas y, sobre todo, de sus maridos. De entre todas ellas, al fondo, apareciste tú, tan hermosa como siempre.

Llevabas aquellas zapatillas de deporte que siempre te pones cuando no quedamos en un lugar lo suficientemente chic para colocarte unos tacones u otro calzado más elegante, y también tu blusa amarilla. Esa que tanto me gusta. Ya casi estás conmigo y yo, como ya es costumbre, señalo mi reloj de pulsera con el dedo para recordarte tu retraso. Como si te importara.


Te disculpas sin disculparte, te beso y nos vamos.  

A ti:


                El mundo me atrapa, y no sé cómo describirlo. Creemos que el trabajo de los escritores consiste en observar el universo y captarlo sobre el papel, en encerrar la realidad dentro de las palabras, pero a veces es la realidad la que nos encierra a nosotros, y las palabras se quedan vacías. Mi cuaderno, ese que me regalaste, también está vacío, y yo atrapado en esta habitación, que cada día es más triste y sombría. ¿Por qué no me rescatas?

                El mundo me atrapa, y desde debajo de las enormes montañas de libros que pueblan mi escritorio aparecen a cada minuto millones de ácaros de polvo que ocultan universos infinitos, pero no soy capaz de escribir sobre ellos. Ni si quiera soy capaz de verlos ni de tocarlos. Simplemente sé que están ahí, como en una dimensión paralela a la que no puedo cruzar, a la que nunca podré cruzar. Ellos se limitan a mirar desde las sombras cómo voy siendo consumido lentamente por las horas del día. A veces también de la noche. ¿Por qué no me rescatas?

                El mundo me atrapa, y cuando parece que la niebla empieza a disolverse cae la noche y me atraganta. Atraganta mis relatos y mis cuentos. Mis frases, mis palabras, mis sílabas y mis letras. Me atraganta. Y tú no estás aquí para sanar mi inspiración. Con tus ojos, tu boca, tu nariz, tu pelo, tu cuello, tus andares, tus sonrisas, tus bostezos, tus enfados, tus lamentos, tus idas y venidas, tu olor, tu fe, tu cuerpo. Tus llamadas nocturnas, tus encuentros desesperados y tus cervezas a media noche. Me pegunto por qué no me rescatas.

                Si el mundo me atrapa, amor, ¿por qué no me rescatas?

Tu amado escritor.

La cita de Sofía

Las doce de la mañana. La lluvia repiquetea sobre el paraguas de Sofía mientras corre dificultosamente entre la gente, los coches y los charcos. Llega tarde a clase. Si se tratase de cualquier otra asignatura igual hubiese optado, llegado aquel nivel de retraso, por quedarse en la cama culminando su sueño, pero esa mañana tenía historia del arte, su asignatura favorita.

Como de costumbre, el semáforo del cruce de la calle Venecia con la Avenida de la Fortuna cambia a rojo justo cuando está a punto de cruzar. Una odiosa particularidad de aquel punto de la ciudad. Mientras espera, impaciente, a Sofía le da tiempo a mirar el reloj del móvil, a revisar su mochila en busca de algún olvido importante y a reparar en un niño pequeño, vestido con un maltratado chubasquero, que pide limosna sentado en el bordillo. El niño se levanta para acercarse a la joven pero justo en ese momento el semáforo cambia a verde y ella cruza decidida. No tiene tiempo que perder.

Sofía llega a la facultad, sube aceleradamente las escaleras y logra alcanzar su aula, la dos punto cuatro, al final del largo pasillo de la segunda planta. Entra cauta y en silencio, tratando de colgar su paraguas en el perchero disimuladamente y de ocupar su asiento sin que Don Joaquín perciba su retraso. En la pizarra digital aparece proyectado el retrato de un niño con una sonrisa entre tierna y apesadumbrada.
 - ¿Qué cree que hace, señorita Rodríguez?
 - Eh... ¿Yo?- la inesperada pregunta de su profesor le pilla por sorpresa. Sofía duda, tiembla, contesta titubeante- Lo siento profesor.
 - ¿Qué es lo que siente? Anda, conteste. ¿Qué cree que hace el niño del cuadro?
                
Respira aliviada. Echa una mirada al cuadro y sonríe, mucho más relajada. Murillo es uno de sus pintores preferidos.
 - ¿Qué cree que Murillo trató de mostrar en su pintura?- insiste el profesor, invitando a su alumna a iniciar lo que, bajo su sabio juicio, podía ser un enriquecedor proceso inductivo-reflexivo.
- No lo sé. Tendría que conocerlo antes.
                
Todos ríen. Don Joaquín ordena silencio al alumnado y luego recuerda a Sofía que Murillo lleva algunos siglos fallecido. Sofía se disculpa por su respuesta sin saber muy bien la razón de su desacierto. Ella no se refería al retratista sino al retratado. No podía pretender saber qué quería mostrar Murillo de aquel niño sin conocer antes al niño en cuestión, su situación, sus aficiones, sus aspiraciones.
                
El resto de la lección transcurre con normalidad y, además de cuadros de Murillo, Don Joaquín proyecta pinturas de Ribera, Velázquez, Zurbarán y otros artistas del barroco español. Es una etapa artística que a Sofía le interesa especialmente, pero su atención ya está puesta en otros asuntos.

                
Al salir de clase la joven escapa tan precipitadamente que olvida su paraguas en el perchero. No le importa porque ya no está lloviendo. Porque tiene una idea. Porque va a pedirle una cita a un chico muy especial. O al menos eso hará si aún sigue allí, sentado en el bordillo del cruce de la calle Venecia con la Avenida de la Fortuna.