Caramelos

El día cinco de enero nunca había constituido para nosotros únicamente la víspera de Reyes, también representaba una competición profesional de recogida de caramelos. Cada año, nos armábamos con bolsas de plástico, mochilas, abrigos con capucha y todo tipo de instrumentos habilitados para la recolección de chucherías, como paraguas estropeados que, debido al viento, habían invertido su curvatura natural y que guardábamos meticulosamente para ocasiones especiales como aquella.

Sólo había una regla; la de coger todos los caramelos u otro tipo de artefactos arrojadizos que cayeran de las carrozas de la cabalgata, sin importar a quien empujar, pisotear o engañar para conseguirlo. De esta forma, cada año, aumentaba la competitividad y, por supuesto, la cantidad de golosinas que recogíamos.

El problema es que a ninguno de nosotros le gustaban los caramelos y todos nuestros botines iban quedando almacenados en un pequeño armario en el sótano de la casa. Lo que jamás podríamos haber previsto fuera que a éste tampoco le gustaran los caramelos y que, el día menos pensado, abriera sus puertas de para en par y vomitara brutalmente toda una marea de azúcares y conservantes.

Tal fue la hecatombe provocada por nuestro inanimado amigo que, inevitablemente, subió el nivel de glucosa de la casa y un tsunami de caramelos pegajosos, y seguramente en mal estado, se cernió sobre nosotros como una oscuridad insalvable. Una espeluznante catástrofe alimentaria que nos marcó a toda la familia con una grave caramelofobia que nos impidió asistir a la competición del año siguiente.

Por supuesto, despedimos a nuestro armario y compramos uno tolerante a las golosinas.


No hay comentarios: