
Sólo había una regla; la de coger todos los caramelos u otro tipo de artefactos arrojadizos que cayeran de las carrozas de la cabalgata, sin importar a quien empujar, pisotear o engañar para conseguirlo. De esta forma, cada año, aumentaba la competitividad y, por supuesto, la cantidad de golosinas que recogíamos.
El problema es que a ninguno de nosotros le gustaban los caramelos y todos nuestros botines iban quedando almacenados en un pequeño armario en el sótano de la casa. Lo que jamás podríamos haber previsto fuera que a éste tampoco le gustaran los caramelos y que, el día menos pensado, abriera sus puertas de para en par y vomitara brutalmente toda una marea de azúcares y conservantes.
Tal fue la hecatombe provocada por nuestro inanimado amigo que, inevitablemente, subió el nivel de glucosa de la casa y un tsunami de caramelos pegajosos, y seguramente en mal estado, se cernió sobre nosotros como una oscuridad insalvable. Una espeluznante catástrofe alimentaria que nos marcó a toda la familia con una grave caramelofobia que nos impidió asistir a la competición del año siguiente.
Por supuesto, despedimos a nuestro armario y compramos uno tolerante a las golosinas.
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