Mi vida. Tu vida.

       Ruido. Aún recuerdo el ruido del tráfico irrumpiendo inoportuno a través la ventana. Las luces de las farolas, los neumáticos frenando, las bisagras gritando. ¿O eras tú quien gritaba? Seguramente sería yo, derramando mis vísceras sobre el suelo del salón. El salón de mi casa. De tu casa.
Eran las diez de la noche cuando apareciste con aquel vestido negro, perturbadoramente sugerente, y a las diez y media ya te había dado tiempo a rescatarme de las garras del solomillo al Pedro Ximénez que estaba tratando -a pesar de mi famosa aunque irremediable torpeza culinaria- de preparar, de ayudarme a elegir una camisa y una corbata lo suficientemente elegantes como para tratar de igualarme a tu inigualable vestido negro, a recoger el salón, ordenar mi escritorio, hacer mi cama y, mientras yo me terminaba de vestir y peinar, preparar la mesa donde cenaríamos el solomillo al Pedro Ximénez, que ya te pertenecía más a ti que a mí. En realidad toda la casa seguía perteneciéndote más a ti que a mí, y cada vez que venías cada rincón de ella se desordenaba más de lo normal sólo para recordármelo.
Al bajar las escaleras me piropeaste y yo te devolví el piropo. Por un segundo me pareció que los años de matrimonio, los años de noviazgo, los años de amistad, se habían esfumado para convertirnos de nuevo en dos nerviosos y enamorados adolescentes que acababan de conocerse. Aunque volví a la realidad enseguida. Tú me arrastraste, al sentarnos definitivamente a cenar, con tu tintineante retórica de mujer renovada, libre, feliz, orgullosa de haber conseguido encontrar su propio espacio en su nuevo trabajo, su nueva casa, su nueva pareja, su nueva vida. Encontrar tu propio espacio significaba haberte librado de mí.
—¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
En ocasiones anteriores ya me habías telefoneado para hablarme de ti, e incluso me habías invitado a visitar tu apartamento, a conocer a tu novio, Josué -un hombre ridículamente encantador- , o a tomar café para contarme tus novedades, tus ambiciones, tus planes de futuro. En resumen: Las cosas que yo no quería saber si no me ibas a permitir compartirlas contigo. Ahora me tocaba a mí ponerte al día. El problema es que yo no sabía si quería contarte nada, ni siquiera si tenía nada que contar.
—Vamos, habla tú un poco. ¿Has conocido a alguien?


        Llegó la maldita pregunta. Me hubiese gustado decirte que no. Gritarte que no. Claro que no. ¿Cómo iba a conocer a alguien? Sólo habían pasado dos años desde nuestro divorcio. No me había dado tiempo a encontrar mi propio espacio en un nuevo trabajo o en una nueva pareja. Mucho menos en una nueva vida. No me había dado tiempo a olvidarte. Pero te respondí lo de siempre, que había conocido a muchas pero que todas habían formado parte de relaciones esporádicas y pasajeras, nada serio. Era mentira. Mi cama no había pertenecido a nadie más que a ti. Ya no pertenecerá a nadie más que a ti.
Sonreíste satisfecha y elogiaste lo rápido que me había recuperado, sin mencionar que hasta hacía algunos meses aún había estado llamándote al móvil de madrugada suplicando tu vuelta. Sin mencionar que el día de tu cumpleaños, inspirado por una burda comedia romántica que había estado viendo -en un absurdo intento de no pensar en ti aquella señalada fecha-, me había presentado en tu casa con un conjunto de mariachis. Y sin mencionar que Josué, aquel mismo día, razonadamente molesto con mi regalo, casi había tenido que amenazarme con pedir una orden de alejamiento si no me iba y os dejaba en paz.
Terminamos de cenar, recogimos la mesa y nos quedamos mirándonos en silencio en mitad del pasillo que llevaba hasta la puerta de entrada. Tu salida. Me cogiste de la mano y me dijiste que sentías mucho lo que nos había ocurrido pero que era lo que tenía que ocurrir. Yo, asqueado ya de tantas comedias románticas, me sabía el discurso de memoria y dejé de prestar atención a tus palabras para recrearme en tus ojos y tus labios. Mientras hablabas recordé las mañanas en el parque, las tardes frente al mar, los viajes, los paseos, las aventuras, las noches de amor y también las de sexo. Terminaste de hablar y me abrazaste. Y con tu tacto volvieron también los gritos, las lágrimas, las discusiones, las lámparas temblando, el suelo crujiendo y los cubiertos sobrevolando nuestras cabezas. Yo también te abracé y luego lloré de felicidad. Había logrado comprender que nuestra historia había sido preciosa pero que había llegado a su final.
Cuando te llamé para cenar aquella noche no fue porque necesitara de tus palabras, ni de tu compañía. Ni siquiera necesitaba tu calor o tu recuerdo. Necesitaba  encontrarme yo, desahogarme yo, despedirme yo. Lo que no sabía, cuando te llamé para cenar aquella noche, es que me despediría para siempre. Me secaste las lágrimas y me diste un beso en la frente, luego acariciaste dulcemente mi mano derecha y te dirigiste hacia la puerta para salir de casa. De la que siempre será tu casa. Lo que no sabíamos ninguno de los dos, ni tú mientras cruzabas la calzada para llegar hasta tu coche, mal aparcado en la segunda fila de la acera de enfrente, ni yo mientras me daba la vuelta y volvía al salón, dónde me sentaría en el sofá a leer alguna novela o a ver otra absurda comedia romántica en la televisión, es que también estabas abandonando la vida. Mi vida. Tu vida.


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