—Mamá, el monstruo está aquí —decía Luz desde el otro lado del
teléfono. Desde donde su madre no alcanzaba a abrazarla.
—¿Qué monstruo?
—preguntó Eva. Le temblaban la voz y las piernas.
—Tengo miedo,
mamá —seguía diciendo su hija, cada vez más afectada—. Tengo miedo.
—Tranquila,
cariño. Tú no te muevas —trataba de tranquilizarla pero su nerviosa mandíbula
la hacía tartamudear—. Voy a por ti.
Eva también tenía
miedo pero no podía permitirse quedarse allí, en aquella habitación, temblando.
Tenía que ir a buscarla. Su hija Luz la llamaba desde algún rincón de aquella
casa, asustada. No sabía muy bien de qué, pero el temor siempre es mayor cuando
no se sabe qué se teme.
Estaba a oscuras,
como siempre. Ya ni siquiera recordaba lo que era la luz del sol. Comenzó a
caminar a tientas, a través de la habitación, agarrándose como podía a las
paredes y pegándose con toda su fuerza al suelo, palpando al mismo tiempo, a
tientas, el aire para no encontrar ningún obstáculo. Hasta que halló la puerta
y la abrió. Ya estaba en el pasillo.
—¿Luz? —volvió a
ponerse el teléfono en la oreja—. ¿Dónde estás, Luz?
—No lo sé mamá
—contestó nerviosa ella—. El monstruo me ha encerrado en algún sitio. Está
oscuro, mamá.
—¿Encerrado
dónde? —Eva comenzó a llorar—. ¿Un armario? ¿Una caja? ¿Una habitación?
—No lo sé, mamá.
Está oscuro. No veo nada.
—Yo tampoco veo
nada, cielo. Pero puedes tocar las paredes y el suelo. Su textura. ¿Están
calientes o frías? ¿A qué huelen, Luz? ¿A qué huelen?
Eva podía oír el
llanto de la niña. Su respiración entrecortada e intensa. Podía sentir cómo le
latía el corazón. Oler su miedo.
—Está frío. Y
huele a humedad.
—¿Humedad?
El sótano, pensó
automáticamente, y echó a correr por el pasillo. A oscuras, como siempre. Ya no
tenía miedo, ni tampoco un segundo que perder. No sabía quién había entrado en
su casa o qué había asustado a su hija pero ella no era una mujer indefensa. La
salvaría. Con las prisas no se dio cuenta de que ya había llegado al final del
pasillo y, sin poder remediarlo, cayó rodando por las escaleras hasta la planta
baja. Pero no tardó en volver levantarse. Decidida, retomó el camino, esta vez
más calmada, tratando de no volver a tropezarse, y no tardó en encontrar el pomo
de la puerta que llevaba al sótano.
—Ya estoy aquí,
Luz. ¿Puedes oírme?
Su hija no
contestaba. Eva terminó de bajar de un salto y comenzó a tocarlo todo a su
alrededor. Luz, decía a gritos. A través del teléfono y por toda la habitación.
Para que su hija pudiese oírla, para que ella pudiese encontrar a su hija. Para
que estuviesen de nuevo juntas, lejos de aquel terrible monstruo. Eva echó a
llorar de impotencia.
—¿Eva? —dijo de
pronto una voz a su espalda.
Ella se giró pero
no vio a nadie. Sólo oscuridad, como siempre. Sin embargo, sabía que alguien la
había llamado y respondió en seguida:
—¿Luz? ¿Eres tú?
—No, Eva. Soy yo;
Sofía.
Los ojos de Eva
seguían cubiertos de lágrimas, humedeciendo la oscuridad pero sin lograr
limpiarla del todo. Dio un par de pasos hacia adelante y extendió los brazos
para tocar a su amiga. Allí estaba, alta y delgada. Y rubia, e inteligente. Su
amiga Sofía.
—Hola, Sofía.
Tienes que ayudarme —le pidió—. Hay que encontrar a Luz. Está asustada y
encerrada en alguna parte de la casa. Dice que un mostru...
—Tranquila, Eva.
No pasa nada. A Luz no le ocurre nada.
—¡Pero acaba de
llamarme! ¡Necesita ayuda! ¡Ayúdame Sofía!
—¡Basta!
Sofía agarró a
Eva por las muñecas y la inmovilizó para que se tranquilizara. No era la primera
vez que algo así le ocurría pero no terminaba de acostumbrarse a verla así.
Destrozada, perdida, confusa. Aterrada.
—Luz está muerta,
Eva. ¿No te acuerdas?
—¿Muerta?
Las dos mujeres
se callaron y el sótano se quedó en silencio. Eva dejó caer el móvil al suelo y
luego cayó ella junto a él. Seguía llorando. No estaba loca. Había hablado con
Luz por teléfono. Había hablado con su hija. Y ella le había pedido ayuda.
—Había un
monstruo...
—No hay ningún
monstruo —Sofía se agachó para ayudar a su amiga a levantarse—. Venga, ¿por qué
no vuelves a tu habitación? Allí estarás mejor.
—¡No! ¡Está
oscura! —se resistía Eva—. ¡Y no veo nada!
Una lágrima se
deslizó por la mejilla de Sofía pero tenía que ser fuerte. Después de ponerla
en pie la ayudó a salir del sótano, a subir las escaleras y a regresar a la
habitación. Fue difícil pero al final siempre acababa cansándose y regresando.
Antes de cerrar la puerta oyó que decía:
—No recuerdo su
cara.
—Porque nunca se
la llegaste a ver —pensó Sofía, pero no lo llegó a decir. No hubiese podido
decírselo.
Suspiró agotada,
física y emocionalmente. Volvió a travesar el pasillo, entró en la última
puerta antes de llegar a las escaleras, se quitó el uniforme de enfermera y lo
metió en una taquilla. Se colocó unos vaqueros y una camiseta de manga corta y se
dirigió hacia la puerta, saludando a otra mujer que entraba en la misma
habitación y abría otra de las taquillas.
—Estad
especialmente pendientes de Eva esta noche, acaba de tener una de sus crisis
—le dijo antes de salir.
—Esa pobre mujer
nunca se perdonará lo de su hija, ¿verdad? —contestó su compañera—. No te
preocupes. Estaré atenta.
—Gracias. Hasta
mañana.
Sofía bajó las
escaleras, atravesó el vestíbulo y salió por la puerta principal. Volvía a
casa.
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