Como ya estoy acostumbrado a tus retrasos nunca llego al punto de
encuentro con demasiada antelación, pero sí con el tiempo suficiente para
pararme algunos minutos a observar el paisaje que me rodea. Me da igual si es
un campo floreado o una calle ajetreada, si es un desierto o una playa
tropical. Esta tarde tocaba parque.
El sol incidía
tímido entre las nubes altas y veloces, creando formas y siluetas sobre la
hierba y sobre los bancos. También sobre el banco en el que yo estaba sentado y
sobre mí mismo. Además hacía viento, y el viento soplaba contra los árboles,
haciéndolos balancearse y crujir. Crujían sus ramas pero también sus hojas, que
caían, teñidas de otoño, como desesperados supervivientes de un edificio en
llamas. Pero no hacía calor.
El sonido del
viento y de los árboles se unía al de los viejos columpios chirriando y al de
los niños riendo. Niños que jugaban a un extraño, pero al parecer divertido, juego que consistía en esconderse y huir los unos de los otros. Uno contaba
hasta diez con los ojos cerrados y el resto salía corriendo. En una de esas
carreras una niña se cayó y lloró, pero su madre, que estaba alerta, fue rauda
a consolarla.
El resto de
madres estaban a al menos cinco metros del parque infantil, sentadas en bancos
o de pie, meciendo cochecitos o portando niños que, supuse, aún no sabían
caminar. Las madres parloteaban unas con otras de sus trabajos, de sus
telenovelas y, sobre todo, de sus maridos. De entre todas ellas, al fondo,
apareciste tú, tan hermosa como siempre.
Llevabas aquellas
zapatillas de deporte que siempre te pones cuando no quedamos en un lugar lo
suficientemente chic para colocarte
unos tacones u otro calzado más elegante, y también tu blusa amarilla. Esa que
tanto me gusta. Ya casi estás conmigo y yo, como ya es costumbre, señalo mi
reloj de pulsera con el dedo para recordarte tu retraso. Como si te importara.
Te disculpas sin
disculparte, te beso y nos vamos.
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