La magia que no se aprende

Aquella noche la Bruja Mala se coló en el castillo de la Bruja Buena y la apuñaló por la espalda.
- Y colorín colorado, este cuento se ha acabado -murmuró mientras sacaba del cuerpo de su enemiga un puñal chorreante de sangre.

Pero, al girarse, reparó en dos pequeños que contemplaban la escena con sus enormes ojos color aceituna. Aquellos dos mellizos eran los hijos de la Bruja Buena y, a partir de ese momento, lo único que separaba a la Bruja Mala de su final feliz. Sin embargo, antes de poder reaccionar y lanzarse sobre ellos, los niños salieron corriendo y abandonaron el enorme castillo donde se habían criado, adentrándose a través del bosque, donde la asesina de su madre no pudiera encontrarlos.

Entonces, la Bruja Mala conjuró:
- Corred, niños, corred lo más deprisa que podáis. Encontrad el camino inverso a casa y seguidlo. Avanzad juntos lo más deprisa que podáis, sin deteneros nunca, y conseguiréis alejaros para siempre de mí -hizo una pausa, y luego dibujó una sarcástica sonrisa en sus labios-. Pero al cumplir veintidós años vuestro camino terminará, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos caeréis hacia una profunda oscuridad de la que nunca nadie podrá salvaros.

Rió, y con su risa un relámpago verdeazulado cubrió el cielo sobre el castillo, dando por concluida su maldición.
- No, hermana... -susurró una voz a su espalda.

Era la Bruja Buena, retorcida de dolor, tratando de alzarse frente a ella para defender a sus queridos hijos.
- ¿Sigues viva? -inquirió la Bruja Mala.
- Sigo viva -respondió la madre superviviente-. Y mientras así sea no serás capaz de dañarlos.
- Nunca has tenido más poder que yo. No podrás romper mi hechizo. No podrás salvarlos -la Bruja Buena tosió, y un charco de sangre se extendió bajo los pies de su odiada hermana, provocando de nuevo la risa de ésta-. Y menos en ese lamentable estado.
- Lo sé. No puedo borrar tu hechizo, pero puedo ayudarlos en algo -cerró los ojos un segundo y comenzó a tejer su bendición-. Tal y como dices, al cumplir los veintidós años el camino que ahora siguen terminará, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos caerán hacia una profunda oscuridad... Pero aún podrán ser salvados. 
- ¿Ah, sí? Sorpréndeme.
- Con un beso de amor verdadero -concluyó.

La pose de impostada expectación de la Bruja Mala se convirtió rápidamente en una risa descontrolada y burlona.
- ¡Qué original! ¡Nunca lo hubiese adivinado!
- A veces los remedios tradicionales son los más eficaces.
- ¿Pero es que no lo entiendes? ¿Quién va a querer a quien ya ha sucumbido a la oscuridad? ¿Quién va a ver belleza en un corazón ya putrefacto? ¿Quién va a poder, siquiera, imaginar que exista un hombre tras los monstruos en los que se convertirán?
- ¡Mis hijos nunca serán monstruos!

Indignada, la Bruja Buena se lanzó a censurar a su hermana, pero sus piernas no respondieron y cayó de bruces sobre el extenso charco que ya formaba su propia sangre.
- Puede ser. Pero es lo que todo el mundo verá.
- Siempre subestimaste el poder del amor -comenzó a relatar la Bruja Buena desde el suelo, mientras trataba de volver a ponerse en pie-. Nunca creíste que fuese un tipo de magia más que estudiar. Te centraste en la manera de causar dolor y sufrimiento. Decidiste armarte de agonía y soledad, y olvidaste que todas las emociones parten de la misma fuente ancestral: la energía vital. La energía que impulsa a todos los seres vivos a seguir viviendo frente a cualquier adversidad. La luz que consigue esquivar todos los prejuicios, combatir las tinieblas y llegar a los corazones más sombríos, alumbrándolos con eso que tú tanto odias: el amor.

A lo largo de su alegato había conseguido hacerse con las fuerzas suficientes para levantar su dolorido cuerpo y lanzar una mirada desafiante a la mujer que se había declarado su enemiga pero a la que aún, en el fondo de su corazón, seguía queriendo con un irracional amor fraternal. Y justo entonces fue cuando llegó su final. El dolor comenzó a hacerse cada vez más insoportable hasta que cesó de pronto, haciéndole volver a caer. Esta vez para siempre. 

La Bruja Mala rodeó el cuerpo de la Bruja Buena y se dirigió hacia el enorme ventanal que había junto a su cama. Ya no sonreía. Ni siquiera había un atisbo de satisfacción en su rostro, porque ya no necesitaba demostrársela a nadie. Había ganado y lo sabía. Las palabras de su hermana habían sido los balbuceos de una moribunda, desesperada por mantener a salvo lo único que dejaba en este mundo. No tenían ningún poder, no podían hacerle ningún daño a su malvado plan, y sólo tenía que observar a través de aquel ventanal para comprobar que llevaba razón.

Más allá del frondoso bosque, los mellizos siguieron caminando y creciendo juntos. A falta de madre, se dieron todo el amor fraternal del que disponían y, apoyándose el uno en el otro, consiguieron afrontar todos los obstáculos a los que la vida los expuso. Hasta que su vigesimosegundo cumpleaños llegó y, tal y como rezaba la maldición de la Bruja Mala, el camino que seguían se terminó, desembocando en un escarpado precipicio, y ambos cayeron en una profunda oscuridad. 

No se convirtieron en monstruos, ni tampoco ninguna mujer se enamoró de ellos. Simplemente siguieron cayendo juntos, atravesando la oscuridad como habían atravesado el bosque. Y fue en sus últimos años de vida, cuando ya la Bruja Mala había muerto con la certeza de haber conseguido su ansiada victoria, cuando comprendieron que el único amor que habían necesitado para salvarse era el que siempre había estado ahí. El amor que se habían profesado el uno al otro y que les había permitido seguir vivos, a pesar de la oscuridad que los rodeaba. El amor más poderoso que hubiesen podido desear. 


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