Te escribo desde donde me sentaba yo

 Abrí la puerta del despacho y me topé de frente con Ricardo, mi jefe. Esa mañana debía entregarle las fotos que me pidió hacía un mes y ya llevaba tres cuartos de hora de retraso. No soy impuntual, ni poco riguroso en mi trabajo, pero llevaba meses desconcentrado, obtuso, perdido. Y Ricardo se había dado cuenta: "Llegas tarde, despeinado, sudando, y estas son las peores fotos que me has traído desde que trabajas con nosotros. ¿Qué te pasa, Fabio?". No contesté, la verdad es que no tenía respuesta. Así que me despedí y me giré, dispuesto a irme. "Si necesitas un par de semanas de vacaciones para arreglar lo que sea que te ocurra cuenta con ellas. Pero cuando vuelvas te quiero a tope de nuevo" dijo justo antes de que yo saliese del despacho y cerrara la puerta tras de mí.

 Estaba cabreado. Conmigo, con mi jefe, con el trabajo, con el mundo, con mi vida y con un señor que se cruzó delante de mí a toda velocidad y que ni siquiera me pidió perdón por golpearme con el codo. Estaba cabreado pero no le grité, ni expresé mi disgusto. De hecho llevaba semanas cabreado pero mi rostro y mi cuerpo sólo eran capaces de dibujar una insulsa apatía general. No sabía por donde se estaba escapando toda esa ira que sentía, pero desde luego no se volcaba en el carácter ni en la fuerza de mis fotografías, que se volvían cada vez más y más frías, a la par que mi rostro, mi cuerpo, mis modales y mi forma de relacionarme con la gente. Hasta mis amigos había dejado de llamarme para quedar debido a esa raquítica aura que me rodeaba. No era maleducado, ni borde, ni hiriente. Simplemente no era agradable estar cerca de mí.

 Así que decidí que tenía que hacer algo. Volví a casa lo más rápido que pude y llamé a la oficina para aceptar las vacaciones que Ricardo me había propuesto. Hice la maleta, abandoné mi piso en Madrid y cogí el primer tren a Sevilla que salió de la estación de Atocha. Todo el mundo tiene un lugar al que regresar cuando el camino se le hace turbulento y el mío estaba en la ciudad donde nací y donde aún se alzaba la casa donde viví con mis padres hasta su fallecimiento.

 Hacía mucho tiempo que no volvía allí y todo estaba cubierto de polvo, pero no me importaba. Me gustaba que los recuerdos envejecieran para que los remordimientos no me alcanzasen cada vez que decidía dar un paso hacia adelante en mi vida. Los cambios serían aún más difíciles si el pasado siempre brillara con la misma intensidad. Y aún así, aún envejecido y maltratado por los años, de vez en cuando vuelve para recordarte quién eras. A veces lo hace con una canción, otras con un viejo conocido. A mi me golpeó con mi primera cámara de fotos, la que compré en una tienda de segunda mano en mis años de estudiante universitario y con la ayuda de la cual realicé las fotos que me permitieron acceder a mi primer trabajo como fotógrafo. Habíamos compartido muchísimos momentos juntos y ahora estaba ahí tirada, encima de mi escritorio, echando de menos que alguien manipulase su anticuado obturador.

 La cogí en seguida e inspeccioné mi habitación en busca de algún carrete que aún pudiese utilizar. Encontré un par de ellos en el segundo cajón de la mesilla de noche y, armado con ellos y mi antigua compañera de aventuras, salí de casa para lograr aquello para lo que había vuelto a Sevilla pero que no había adivinado hasta tener de aquella cámara de nuevo en mis manos: recuperar la inspiración.

 Entonces comencé mi aventura, recorriendo los mismos lugares que recorrí cuando joven y que tanto habían cambiado con el paso de los años. Las mismas calles, los mismos edificios, los mismos parques, ya tenían una apariencia completamente distinta. Y seguramente también albergaban historias diferentes. Pero eso no me preocupó. Seguía empeñado en no revivir los recuerdos, en sólo contemplarlos a través de mi teleobjetivo desde la distancia que me había otorgado el tiempo.Y eso hice, pero algo faltaba, así que seguí mi retrospección hasta el primer recuerdo de todos. La primera foto de todas. La primera que hice con mi primera cámara y que ahora se me revelaba decisiva en la travesía del reencuentro conmigo mismo.

 Fue una tarde de julio. Hacía calor y me sudaban las manos. Lo recuerdo porque me preocupaba que el sudor afectase a algún mecanismo de la cámara y no quería estropearla el mismo día en que me había hecho con ella. Así que te pedí un clinex y me limpié las manos con él. Sí, tú estabas allí, porque fuiste mi primera modelo. La modelo de mi primera foto. 

 Llevábamos saliendo poco tiempo aún por aquel entonces y esa foto fue la primera de muchas que te hice después pero la única que conservé durante años guardada en mi cartera. Por eso la recuerdo tan nítida como si la hubiese hecho ayer. Recorrimos el bosque que había detrás de la casa de tus abuelos y me arrastraste hasta, tal y como tú decías, el lugar más bonito que habías visto nunca. Y así me pareció a mí también entonces. Tras los últimos arbustos de la arbolada la alta colina sobre la que nos alzábamos presentaba ante sí una hermosa vista de la ciudad, sobre la que estaba a punto de dibujarse una cálida puesta de Sol. Nos besamos y te sentaste para posar. Tú sobre una roca y yo directamente sobre la hierba, un par de metros más atrás, tratando de lograr suficiente distancia contigo para que el objetivo de segunda mano no deformara tu precioso rostro. Tu piel morena, tus rizos castaños, tu diminuta nariz y tus torcidos labios. Aquellos torcidos labios que siempre odiaste porque no sabías que eran el secreto de tu encanto. Recuerdo cada centímetro de tu rostro gracias a aquella foto. Igual que recuerdo aquella foto gracias al encanto de tu rostro. 

 Así que allí estaba, más allá del bosque de detrás de la casa de tus abuelos, a la misma hora y en el mismo lugar, con la misma cámara colgada al cuello, esperando que el cielo también se tiñese de los mismos colores que aparecían en aquella misma primera foto. Miré por el visor, calculé la exposición, enfoqué el horizonte e hice la peor copia de la historia de las falsificaciones. 

 Podía verse la colina, la ciudad teñida de violeta, la puesta de Sol y hasta las nubes parecían haber querido imitar la coreografía que habían danzado aquella calurosa tarde de julio. Pero no había piel morena, ni rizos castaños, ni una diminuta nariz, ni tus torcidos labios. ¿Cómo no se me había ocurrido que la magia de la primera foto no estuviese en el lugar sino en la modelo?

 Una lágrima recorrió mi rostro, y la siguieron muchas más. Tantas que apenas pude moverme de allí hasta que el Sol terminó de despedirse y la noche lo cubrió todo con su oscuridad y su frío. No recordaba que podía hacer tanto frío en aquel lugar ni que Sevilla fuese una ciudad tan triste. Fui a levantarme y a salir huyendo de aquel desolador paisaje cuando tropecé y caí de bruces sobre la hierba. Entonces no volví a llorar, como cabría esperar, sino que empecé a reír como hacía tiempo que no lo había hecho. De pronto todo me pareció ridículo. La colina, el frío, la primera foto, mi viaje a Sevilla, la crisis que estaba a punto de acabar con mi carrera profesional. Tú me pareciste ridícula. Y yo también, allí tirado en medio de ninguna parte, tratando de encontrar en el pasado las respuestas que quería para el futuro. Peor, las que necesitaba para el presente. De pronto todo me pareció ridículo, pero complacientemente rídiculo.

 A la mañana siguiente agoté los dos carretes que había encontrado y me encerré en mi antiguo laboratorio de revelado en busca de algo positivo que sacar de aquel viaje. Seleccioné las mejores fotografías y se las envié por correo electrónico a Ricardo con la certeza de que se alegraría de comprobar que mi talento no había desaparecido del todo. Y hecho eso cogí papel y lápiz y comencé esta carta.

 Te escribo desde la colina donde te hice la primera foto para que sepas qué ha sido de mí después de tantos años y para que seas consciente de lo presente que aún te tengo en mis recuerdos. Espero saber de tí tan pronto como la recibas y que algún día volvamos juntos aquí para que pueda repetir de verdad la primera foto. Sin imitaciones. Con una cámara nueva, con tu piel morena surcada de arrugas, tus rizos quizás con alguna cana, tu diminuta nariz y, por supuesto, con tus torcidos labios, que apuesto a que seguirán tan torcidos y con tanto encanto como siempre. Te sentarás de nuevo sobre aquella roca y yo un par de metros más atrás. Donde entonces me sentaba. Desde donde ahora te escribo.


Siempre tuyo, Fabio.  

  


   

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