Salvar el mundo

  Pablo quería salvar el mundo, pero su mundo se reducía a su castillo de playmobil, que estaba siendo atacado por el terrible y bárbaro ejército pirata, recién atracado en las costas de su dormitorio.
  Los arqueros del reino apuntaban, apostados tras las almenas, contra los malvados invasores, que ya se acercaban raudos, portando hachas y sables, a través de la espesura del bosque. Gritos de guerra y de alarma se mezclaban a medida que se precipitaba el sangriento encuentro. El General Vázquez, al mando del ejército real, daba las últimas órdenes a sus hombres mientras éstos preparaban sus lanzas. El enemigo ya estaba lo suficientemente cerca. Había que entrar en acción. Los soldados, armados de valor, comenzaron a salir radiantes desde el interior del castillo para plantar cara de una vez por todas a sus bárbaros invasores. Eran peligrosos enemigos pero Pablo no iba a permitir que ganasen.
Entonces alguien abrió la puerta de la habitación. Era su madre, tan inoportuna y chirriante como siempre, que entró en el campo de batalla como la que entra en una sala de estar cualquiera, ignorante de que sobre el suelo de aquel dormitorio se libraba el encuentro más decisivo de todos. La madre de Pablo era del tipo de mujer que jamás comprendería la importancia de un momento como aquel. El honor y el coraje no tenían ningún significado para ella:
—Pablo, hijo, deja de jugar ya y ayúdame a poner la mesa. Casi es la hora de comer.
Pero Pablo no entendía cómo podía incitarle su madre a cometer semejante irresponsabilidad. ¡Estaban invadiendo el castillo! Si los piratas ganaban se harían con el control del reino. ¿Cómo iba a dejar a sus hombres solos en tales circunstancias? 
—Pero, mamá, no puedo irme ahora. Tengo que salvar el mundo.
—El mundo no quiere ser salvado, Pedro —contestó ella—. Y tu madre necesita ayuda. Así que ven a ayudarme, anda.
—¡No puedo! ¡No quiero! —se negaba él. 
Enfadada, su madre avanzó decidida por la habitación, mucho más rauda y temible que cualquier pirata, y derribó a patadas el castillo de playmobil para poder llegar hasta su hijo. Entonces lo cogió del brazo, lo arrastró por todo el dormitorio y lo sacó casi a empujones de la habitación. Pero no ahogó sus inquietudes.
Pablo quería salvar el mundo, y para ello siguió creciendo, estudiando y librando batallas. Aunque sus notas no fueran brillantes en el colegio remontó en la secundaria y fue un alumno sobresaliente en bachillerato. Más tarde se licenció en Ciencias Políticas y se afilió al PSD (Partido Social-Demócrata) para hacer de su vida una lucha por el bien común. Se convirtió en un hombre luchador y comprometido, se ganó la confianza de sus vecinos y de sus colegas, ascendió rápidamente dentro de la jerarquía del partido e incluso llegó a ocupar puestos de relevancia en el gobierno. Había conseguido estar al mando. 
Pablo quería salvar el mundo y, sin embargo, se encontraba atrapado en un laberinto de despachos y reuniones que lo alejaban cada vez más de sus vecinos. De sus hombres, sus soldados. No era exactamente como el castillo que imaginaba tener que defender pero aún así dio todo de sí para defenderlo. Luchó por la educación de los más jóvenes, por la justicia contra los delincuentes y por la mejora de la economía de su país. Su reino. Pero su partido no dejaba de recibir críticas por parte de los ciudadanos. El mundo no quiere ser salvado —le había dicho su madre— y empezaba a saber a qué se refería.
Con los años, su compromiso se manchó de inercia y costumbre, y de la costumbre nació la desmotivación. Así que Pablo se acomodó en su elegante despacho, se fue enriqueciendo con su abultado sueldo y comenzó a disfrutar de su flamante estilo de vida. Cuando llegó el momento se casó con una hermosa mujer y tuvo un precioso hijo al que llamó Pedro.


Un día, al regresar a casa, Pablo colgó su gabardina en el perchero de la entrada, se aflojó el nudo de la corbata y fue directo a tumbarse en el sofá del salón, como hacía cada noche, agotado de firmar leyes que no ayudaban a nadie y de desacreditar a políticos emergentes de partidos de la oposición. Pero antes de llegar a descalzarse oyó que su querida esposa le gritaba desde la cocina:
—Cariño, no te relajes tanto que ya casi está hecha la cena. Ve a llamar a Pedro para que te ayude a poner la mesa.
—Vale, cielo —contestó él.
Por los ruidos que se oían procedentes del piso superior supuso que Pedro estaría jugando en su dormitorio, así que subió las escaleras y atravesó el pasillo. A medida que fue intuyendo sonidos de disparos, órdenes de ataque y gritos de guerra que se colaban a través de la puerta entreabierta de la habitación, Pablo fue tratando de adivinar el juego al que su hijo se entregaba con tanto entusiasmo. Pero al entrar en el cuarto de Pedro y ver una nave espacial, rodeada de hombres vestidos con batas blancas y armados con espadas de colores, y otro grupo igual de numeroso, pero formado por extrañas criaturas de colores verdeazulados, no pudo evitar sobrecogerse ante el abismo generacional que los separaba. 
Pedro también quería salvar el mundo, pero no era el mismo mundo que quería salvar su padre. Su mundo había conocido el vertiginoso desarrollo de la tecnología y ya soñaba con viajes espaciales e invasiones alienígenas. Pablo no se dejó amedrentar.  
—Es la hora de cenar, Pedro.
Su hijo no contestó. Estaba demasiado ocupado haciendo avanzar a las criaturas verdeazuladas hacia la nave espacial. Pablo no quería ser como su amargada madre, así que se remangó la camisa y se sentó junto a él, preparado para pelear a su lado.
—Venga. Yo te ayudo a vencer a los alienígenas. Pero luego tú me tienes que ayudar a poner la mesa. 
—¡No! ¡Los malos no son los alienígenas! —le reprochó Pedro— El malo es el Comandante Intergaláctico Smith, que está ahí en la nave espacial. Él y su ejército de jedis han invadido por la fuerza el planeta alienígena Kripton y sus habitantes quieren que se vayan. 
Sorprendido por aquella versión alternativa del juego, Pablo tardó un rato en asimilar toda la información y adaptarse a las nuevas circunstancias. Pero pronto asumió su nuevo rol de alienígena y se embarcó en la batalla junto a Pedro. 
No iba a ser una victoria fácil. El ejército de jedis del Comandante Intergaláctico Smith contaba con hombres militarmente preparados, armados con sables láser pertenecientes a la más puntera tecnología bélica, mientras que los alienígenas de Kripton habían sido siempre un pueblo pacífico y no habían necesitado armas hasta entonces. Luchaban con mazas de madera y espinas, con cerbatanas apresuradamente improvisadas y con deseos de libertad y paz dentro de sus corazones. No tenían ninguna posibilidad de ganar, pero tampoco nada que perder. Y, milagrosamente, eso fue suficiente para asustar a los bárbaros invasores y hacerlos retroceder hasta el interior de su nave espacial antes de la hora de la cena.
—Los hemos salvado, campeón —felicitó Pablo a su hijo.
—El Comandante Intergaláctico Smith también quería salvarlos —respondió Pedro, cortante.
Entonces la madre de Pedro, la esposa de Pablo, los llamó a gritos desde la planta inferior, para que bajasen a cenar. Había tenido que poner la mesa ella sola pero ya estaba acostumbrada a no recibir ayuda de ninguno de los dos atolondrados hombres de la casa. Pedro se levantó en seguida y salió corriendo del dormitorio. Pablo no se movió.
—Pero Kripton no quiere ser salvado —oyó que terminaba de decir su hijo mientras bajaba a toda prisa las escaleras para ir a cenar.
Pablo se quedó solo en el dormitorio, sentado en el suelo, junto a la nave espacial de su hijo. El pobre Comandante Intergaláctico Smith no había llegado a subir al vehículo para regresar a casa. Había caído durante la batalla contra los alienígenas, defendiendo con su vida la importante misión que el mundo le había encomendado. El mundo. En aquel momento Pablo se preguntaba quién era el mundo. ¿Quién le había encomendado salvarlo? ¿Acaso no se lo encomendó él mismo?


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