Lucía y el viento

  Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera y no regresó hasta que el invierno ya había desnudado a todos los árboles del reino. Era una joven esbelta y hermosa, hija de buenos padres, buen apellido y sobre todo buena fortuna. Despertaba cada mañana en una mullida cama de plumas dentro de su espaciosa y lujosa alcoba, desayunaba, almorzaba, merendaba y cenaba los más deliciosos manjares que, dentro de las fronteras del reino, se podían cocinar y disfrutaba, cada día, de las más exuberantes fiestas, los más divertidos juegos y los más prestigiosos espectáculos de música y danza, tanto clásica como contemporánea. No había nada que le faltase y que su riqueza no pudiese conseguir y, sin embargo, siempre había querido escapar.
 
  Desde que era una niña, su querida abuela le había contado hermosos cuentos de princesas encerradas en enormes castillos o altos torreones, de los que siempre las rescataba el amor de un joven y apuesto príncipe azul para llevarlas tan lejos como su radiante corcel blanco pudiera. Su cuento preferido era el de "La sirenita", que entregó su voz a cambio de unas piernas con las que poder caminar sobre la tierra.

  Ella no creía en el amor, en los príncipes azules ni en los corceles blancos. Tampoco creía en la magia. Pero sí en el mar y, ¿qué no sería capaz ella de entregar si alguien le prometiese llevarla al mar? ¿Acaso no sería capaz de renunciar a su voz o a sus piernas para poder ver el mundo que se extendía más allá de los muros del paraíso en el que sus padres la habían condenado a vivir? ¿Acaso sería un precio demasiado alto por disfrutar de las innumerables emociones, experiencias y aventuras que allí le esperaban? Sus padres siempre la alertaban de los accidentes y los peligros que podían aguardarla fuera pero, ¿acaso eso no fortalecía y alimentaba aún más en ella su deseo y ansia de libertad?

  Quería ver el mar, y por eso decidió marcharse.

  Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera, en la que los pájaros cantaban y los árboles danzaban al ritmo del viento. Del viento. Recorrió el sendero que conectaba la mansión con la capital del reino, y desde allí inició oficialmente su viaje. Atravesó bosques, colinas, montañas y desiertos, pero sus débiles piernas de joven aristócrata llegaron a su límite antes de que se perdiese si quiera, a lo lejos, la silueta de su antiguo hogar. 

  Lloró desconsoladamente. 
—¿Qué te sucede, jovencita? —le preguntó, entonces, una voz silbante y aterciopelada.
—Quería escaparme de casa, quería ver el mundo, pero ya estoy cansada. Nunca había tenido que caminar tanto —respondió ella sin alzar la vista del suelo.

Le daba vergüenza que la vieran llorar. Una señorita como ella no podía permitirse mostrarse en público en un estado tan lamentable como aquel. Sacó un pañuelo del bolsillo de su vestido para secarse las lágrimas. 
—¿Quieres que te ayude a llegar al mar? —le ofreció aquella voz.
 —¿Al mar? ¡Nunca he visto el mar! —dejó de llorar y alzó la vista para aceptar la ayuda de su interlocutor— ¡Por favor, ayúdeme!

Al girar sobre sí misma varias veces y no ver a nadie a su alrededor creyó por un momento que se estaba volviendo loca y que ya empezaba a hablar sola y a tener alucinaciones, sin embargo, al volver a hablar, la voz le contestó:
—¿Dónde está usted? ¿Desde donde me habla?
—Desde todas partes.
—¿Y cómo es posible eso? —si aquella conversación era una alucinación se trataba de una muy elaborada—. No se puede hablar desde donde no se está.
—Hablo desde todas partes porque estoy en todas partes.
—¡Una persona no puede estar en todas partes! —empezaba a ponerse nerviosa. 
—¿Y cómo sabes que soy una persona? —preguntó entonces la voz. 
—Porque estamos hablando —razonó Lucía—. No podríamos estar hablando si fueras una hormiga, un pájaro o todos los árboles del bosque. ¡Sólo hablan las personas!
—¿Y si te dijese que soy el viento?
—¿El viento? —se extrañó—. ¿Cómo podría hablar el viento? ¿Cómo podría yo entenderlo?
— Silbando —respondió tajante, como si no pudiese existir otra respuesta.

  Lucía ya había perdido demasiado el tiempo hablando sola. Definitivamente se había vuelto loca, pero eso no la separaría de su libertad. Volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, se enderezó un poco su vestimenta y retomó su marcha, enérgica. Pero el viento la retuvo. 
—¿Por qué te vas? —le preguntó.
—¿Por qué me frenas tú? —contraatacó ella.
—¿No querías llegar al mar?
—Sí, por eso camino. Si me quedo aquí, hablando contigo, no conseguiré llegar nunca.
—Pero yo puedo llevarte —volvió a ofrecerle el viento, y Alicia frenó—. Pídemelo y te llevaré.
—¿Y cómo piensas hacerlo —le preguntó ella recelosa.
—¿Acaso no soy el viento? Lo haré soplando.
—¿Soplando? ¡Menuda manera de viajar!

  El viento guardaba silencio. Lucía se mostraba desconfiada y, sin embargo, era consciente de que le dolían tanto las piernas que jamás podría llegar al mar si no era con ayuda. Del viento o de quien fuese. 
—Si no te hace gracia la idea puedes seguir caminando...
—¡No, por favor! ¡Lléveme hasta el mar! ¡Por favor se lo pido!

  Lucía decidió agarrarse a su última oportunidad con cuerdas y tenazas. Aunque fuese un engaño. Aunque fuese una ilusión. No había escapado de la mansión para quedarse allí tirada, a medio camino, con hambre, sed, dolor de piernas y sin conseguir llegar a su destino. De momento se sintió la protagonista de uno de aquellos cuentos que su abuela le contaba.
—Está bien. Te ayudaré —aceptó el viento—, pero con una condición.
—Sabía que habría algún truco —Lucía sonreía—, pero no me importa. Estoy dispuesta a entregar lo que sea. Mi voz, mis piernas. Lo que sea.
—¿Lo que sea?


Lucía salió de casa una soleada tarde de primavera y no regresó hasta que el invierno ya había desnudado a todos los árboles del reino. Sus padres, preocupados, la buscaron por toda la mansión, por toda la ciudad y por todo el reino. Eran aristócratas de gran influencia y no dejaron ni un rincón si quiera por recorrer, ansiando su pronto encuentro. Pero no hubo suerte. Los días pasaron, el invierno se hacía cada vez más frío y oscuro y el viento soplaba cada noche, haciendo crujir todas y cada una de las ventanas de la mansión. El viento. Siempre el viento.

  Un día, el padre de Lucía se despertó de madrugada y creyó oír una voz que lo llamaba desde el exterior. Curioso, se levantó de la cama y salió de la alcoba tratando de no despertar a su amada esposa. Recorrió el pasillo principal de la mansión y bajó la inmensa escalera de caracol que conducía al vestíbulo. Hacía frío, pero no dudó en abrir las puertas. 
—¡Papá! ¡He visto el mar! —lo saludó Lucía.
—¿Lucía? ¿Hija? ¡Gracias a Dios que has vuelto!—se alegró aquel viejo aristócrata al volver a oír la voz de su hija— No vuelvas a escaparte nunca más.
—No lo haré, papá. Ya he visto todo lo que deseaba ver.
—Pero entra hija, que debe hacer frío ahí fuera —le recomendó—. Además, con tanta nieve no puedo verte bien.

  El padre de Lucía se había dejado las gafas en la mesilla de noche, arriba, en su alcoba. Ahora se arrepentía de no haberlas cogido para poder ver el rostro de su hija tan nítido y hermoso como se veía aún en su recuerdo. Lo que no sospechaba es que su miopía no era la culpable de que no consiguiera vislumbrar ninguna silueta al otro lado del portón de la mansión.
—Vamos. ¿Qué te pasa? —el hombre avanzó varios pasos para intentar palpar a su hija— Ven. Ven conmigo.
—Lo siento, papá. Sólo he venido a despedirme.
—¿Despedirte?

  Él seguía avanzando. Hacia el exterior de la mansión, sobre la nieve, bajo las estrellas, pero no conseguía encontrar a su hija. ¿Por qué no podía encontrar a su hija? Si estaba allí. Si él podía hablar con ella. ¿Por qué no era capaz de tocarla, de besarla, de abrazarla? ¿Por qué hacía tanto frío si el invierno ya estaba a punto de acabar?
—¿Dónde estás, hija? —gritaba desesperado, pero no obtenía respuesta.
—Me voy —logró articular al fin Lucía, cuyas lágrimas oprimían sus palabras para impedirle romper el silencio— Despídete de mamá por mí. Dile que la quiero.
—Lucía, ¡espera! ¿A dónde vas?
—A ninguna parte —respondió solemne.
—¿Y ahora dónde estás? ¿Desde dónde me hablas?
—Desde todas partes —fue lo último que su padre la oyó decir.
—¿Desde todas partes?¿Cómo es posible?

  Lloró el padre de lucía. Y sus ojos vertieron sobre la nieve el mar que su hija tanto anhelaba conocer. El mar por el que escapó de casa aquella soleada tarde de primavera. El mar por que el que habría sido capaz de entregar su voz. El mar por el que habría sido capaz de entregar sus piernas. El mar que la separó de él, para siempre. El mar por el que se convirtió en viento.



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