Los corazones se agolpaban contra las cristales de las calles de Sevilla en aquel Domingo de Ramos. Nervios, tensión, ilusiones, esperanzas, sueños, trabajo y miradas al cielo.
Pero valió la pena la espera.
Cientos de niños vestidos con túnicas blancas esperaban la decisión del Hermano Mayor, o incluso, del Altísimo. Cualquier pequeña señal de esperanza proveniente del divino celeste.
Pero mereció la pena.
Mereció la pena sólo por ver el sol aparecer tras la corona de Nuestro Padre Jesús de la Penas en su paso por María Auxiliadora; apenas el señor de San Roque podía darse cuenta de que iniciaba con su procesión la santa semana a la que tantos sevillanos aguardaban.
Mereció la pena por contemplar, un año más, junto con el Santísimo Cristo de la Estrella, esa ilusión y esa Señora de las Esperanzas que lo sigue, abriéndose paso por entre la multitud que se abalanza sobre la Puerta de Triana.
Mereció la pena por oír esa marcha de macareno nombre, al relincho de corneta cigarrera, en el encuentro de Trajano y Lasso de la Vega; poesía dedicada a la Virgen del Socorro en su milagroso peregrinaje a la Catedral.
Mereció la pena la espera, sólo por ver a Sevilla y su entrega.
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