Sonaba la misma canción en la radio, entraba la misma luz por la ventana y el universo seguía girando mientras nuestros pasos se deslizaban por el suelo de parquet, en direcciones contrarias.
Y enfermábamos lentamente, pero nadie podía evitarlo. Ni tú, ni yo, ni la luz que entraba por la ventana ni la canción que sonaba en la radio y que siempre había sido nuestra favorita.
Pero ahora estábamos tan lejos que ni el viento podía recorrer tanta distancia y nosotros apenas éramos dos cuerpos casi inertes, anclados a una vida y a una casa que se hacía vieja con nuestras idas y venidas, con nuestras canas y con nuestro amor caduco. Cualquier parecido con la pareja que hacía veinte años se devoraba entre aquellas cuatro paredes era una extraordinaria casualidad.
Y sin embargo, de repente, llegaba el mediodía y variaba la angulación con la que nos visitaba el Sol, y eso lo cambiaba todo. Cambiaba la luz y cambiaba el ritmo de la canción que sonaba en la radio. Nuestra casa se volvía alegre y sus rincones tan jóvenes y animosos como sus dueños cuando los recorrieron por primera vez. Y entonces la distancia desaparecía, el universo dejaba de girar y nosotros volvíamos a ser la pareja que hacía veinte años se devoraba entre aquellas cuatro paredes. Allí donde descubrimos la teoría de la relatividad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario