No era el primer día de trabajo de Laura. De echo hacía ya cinco años que había entrado en aquel hospital. Sin embargo, cualquiera que la viese en ese momento, en ese quirófano, con la frente sudorosa y las manos temblorosas, hubiese jurado que acababa de salir de la universidad.
El paciente era un hombre de mediana edad. Se llamaba Víctor, trabajaba como policía, estaba casado y tenía dos hijas: Blanca y Alicia. Laura no era una cirujana corriente. Siempre se preocupaba de documentarse sobre la vida personal de sus pacientes, según decía, para realizar la operación con más responsabilidad. Teniendo en cuenta que era una persona como ella, con familia, con amigos.
Pero aquella tampoco era una operación corriente. Víctor había llegado al hospital después de una misión policial en la que había tenido que poner en cuarentena un edificio infectado por un virus desconocido. En una circunstancia normal lo habrían obligado a permanecer dentro para alejarlo de la población sana pero tarde o temprano habría que utilizar alguna víctima para analizar el virus. Y Víctor aún no había presentado ningún síntoma.
Habían pasado más de tres horas desde que se cerraron las puertas del quirófano y Laura aún no había encontrado nada, ninguna señal de virus. Así que decidió coser el cuerpo del policía y abortar la operación. Pero cuando se dio la vuelta para buscar los instrumentos necesarios unos afilados colmillos se clavaron en su nuca.
Laura volvió a girarse a tiempo para ver como su paciente, que se había levantado de la camilla y la miraba ahora fijamente, volvía a desvanecerse ante ella. Como si acabara de recordar que la anestesia aún recorría su cuerpo.
Inconscientemente, se llevó la mano a la herida provocada por el mordisco pero en ella no encontró rastros de sangre, sino de una sustancia verde y viscosa que notaba extenderse ahora por sus venas. Contaminándola. Mutándola.
El proceso fue rápido pero doloroso. El vello de todo su cuerpo comenzó a crecer de manera acelerada, a la vez que sus colmillos y sus uñas. Sus orejas se volvieron picudas y le crecieron bigotes, así como un largo y elegante rabo parecido al de un felino.
El sufrimiento cesó, pero aunque Laura no podía ver en lo que se había convertido había notado que algo en ella había cambiado y que nunca más volvería a ser aquella joven cirujana de futuro prometedor que había salido de la universidad con matrícula de honor.

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