Marzo sin arte

Caminaba sola por las húmedas calles de aquella ciudad sin arte, buscando magia entre tanto recoveco. Marzo había elegido ser lluvioso y poco cálido, invitando a los naranjos a retrasar su primavera. Allí todo eran paraguas y charcos.

Le dijeron que volara, que viajara, que buscara algún lugar donde evadirse de números y letras. Ella eligió la capital del azahar, pero el azahar apenas pudo manifestarse entre tan gris paisaje.

Y decidió que aquel no era su sitio. Enchufó los auriculares a su teléfono móvil y desconectó. Entre canción y canción retomó el camino hacia el hotel donde se hospedaba, allí donde sólo su propia nostalgia podía recordarle el lugar de donde procedía. Ahora se alegraba de haber venido acompañada de un par de libros, con los que pensaba pasar el resto de sus vacaciones.

Pero entonces ocurrió. De entre todas aquellas callejuelas de adoquines eligió atravesar aquella que cambiaría su vida para siempre. Sentado en el suelo, con piel morena y el pelo rizado, un joven tocaba una guitarra española con alegría y soltura, acompañándose de su propia voz, no demasiado afinada, para dar a luz una preciosa canción en una lengua que ella aún no acaba de dominar. Más tarde sabría que aquel no sería un encuentro fortuito, sino el más esperado de su vida.

Se deshizo de los auriculares, de la nostalgia y de su cita con la literatura para escuchar al joven y pronto se dio cuenta de que acababa de encontrar aquello que había venido a buscar al otro extremo del mundo. Dejándose caer al suelo, navegó por cada uno de los acordes que, durante toda la tarde, siguieron surgiendo de entre las cuerdas que aquellos dedos acariciaban, los dedos del hombre que luego la atraparía para siempre entre las callejuelas de la ciudad que, ignorante, antes creía sin arte.

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