La niña y la literatura

Y sus rodillas cedieron ante la inminente depresión. Y sus cansadas manos se hundieron en el barro. Y sus ojos decidieron cerrarse para siempre.
La lluvia caía sobre los hombros y el cabello de Alicia, la mojaba, la aplastaba en su entereza. Y la volvía soluble, frágil. Llevaba toda su vida luchando bajo el mismo estandarte, bajo los mismos ideales, con toda su alma y haciendo uso de todo el coraje del que sus padres la habían dotado. Llevaba toda su vida luchando por lo que creía un valor seguro, y ahora toda esa seguridad se había apagado como el fuego inerte de una hoguera extinguida bajo las pisadas de un enorme ejército. Un ejército del que nunca antes se había atrevido a dudar.

Lanzó su lanza lo más lejos que pudo y luego se deshizo de su escudo, haciéndolo tronar contra el yelmo ya casi enterrado bajo el fango. Fue un sonido sordo entre tanto jaleo, pero en su cabeza incluso sonó más violento que la lluvia, que los rayos y que los poderosos gritos de sus compañeros, aún inmersos en la batalla.

Alicia había dejado de temblar. Los hombres a su alrededor se entregaban a los brazos de la muerte, que gozaba con el sádico barboteo de la sangre, sus enemigos se debatían entre esquivarla o aprovechar su debilidad y entre toda aquella vorágine de destrucción y bélico paisaje la joven sacó un libro de debajo de la armadura: La historia interminable.

Sin dudar un instante lo abrió y comenzó a leer lo que contaban sus páginas. Fue un regalo de sus padres, de antes del inicio de la guerra, pero aún no había tenido el tiempo, ni quizás tampoco el interés, de terminarlo. Entre aquellas hojas de papel encuadernadas había conseguido evadirse de más de un momento complicado y no sabía lo que sería de su vida cuando ya no tuviese esa posibilidad. Habría deseado que fuese realmente interminable pero sabía que eso no era posible. Por eso se había prometido vencer pronto, regresar victoriosa a casa y tener el resto de su vida para recorrerse toda la biblioteca de su pueblo, pero eso tampoco pasaría. No se le ocurría salida pero entre tanto se percató de que lo que no tenía salida era la propia guerra y que si lo que realmente le importaba era su amor por la literatura ésta no tenía ni sentido ni lugar en su vida.

La decisión estaba tomada y había sido la única que recordaba haber tomado (al menos ella sola). Aquel sería el día definitivo. El que realmente la describiría a ella tal y como se sentía. Sus principios, sus valores y su corazón, que ahora afloraban de entre tanta tiniebla para manifestarle al mundo su odio y decepción.

Mientras leía la última página de la novela la batalla había avanzado y en ese momento casi estaba rodeada ya de soldados enemigos. Cualquier otro, en su situación, habría deseado ser el joven Atreyu, montar a lomos de un enorme dragón blanco y salir volando lejos de cualquier peligro, pero el deseo de Alicia no era huir, sino enfrentarse. Enfrentarse a sus enemigos y a sus aliados, a la guerra, a la violencia intrínseca del mundo, al hambre, a la sed y a la miseria, a la pobreza de su pueblo, a aquellos que la educaron para formar parte de aquel engaño y a ella misma, que era la única y verdadera culpable de que su destino fuese a decidirse en aquel campo de batalla, con las rodillas hundidas en el barro, el cabello mojado por la lluvia y la armadura tintada con la sangre de hombres inocentes.

Llegó el momento.    

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