31 de octubre

Lancé la botella de whisky al otro lado de la valla y luego la atravesé yo dando un salto no lo suficientemente rápido como para recoger la botella durante su caída. Hubo un estruendo y surgieron millones de cristales. Miré hacia atrás asegurándome de no haber provocado ninguna alerta y después atravesé aquel mar cortante tratando de no seguir aumentando el cúmulo de ruido. Había conseguido escapar.

La noche parecía extenderse ante mí, como un enorme y desconocido universo que no tardaría en explorar. La Luna apenas llegaba a la mitad de menguante y su séquito de estrellas se ceñían a parpadear indiferentes a mi odisea. Inesperadamente, entre todo aquel inhóspito clima, el aire aún podía respirarse con facilidad.

Avanzando por el borde de la carretera, sin apenas ser consciente de la afluencia de vehículos, comenzaba a darme cuenta de que mi estado no era el idóneo para semejante travesía. Mis piernas bailaban en su caminar y mis ojos no conseguían enfocar con completa nitidez, sin embargo, logré llegar a mi destino con toda la entereza que me restaba. Pero allí las cosas comenzaron a torcerse de verdad.

La puerta del bar estaba desencajada y entreabierta, y de su interior no podía verse luz alguna. En cualquier otro momento hubiese dudado o incluso hubiese descartado rápidamente la idea de comprobar qué había sucedido allí dentro, pero supongo que el alcohol había nublado mi sentido del peligro y cuando quise darme cuenta ya había entrado a echar un vistazo. Dentro, la oscuridad se hacía más densa y con la escasa luz que lograba colarse desde la calle sólo logré vislumbrar que el suelo del garito estaba manchado de sangre. Entonces sí me asusté.

Di un bote hacia atrás y luego traté de escrutar la oscuridad. Mientras mis ojos se adecuaban, enumeré todas aquellas frases que había recopilado de todas las películas de terror que había visto y que reflejaban alguna situación parecida a aquella en la que yo me encontraba, pero no tuve ninguna respuesta. Lo único que logré oír fueron unos sonidos sordos y continuos que, aún desde la lejanía, se aproximaban a mi posición. Avancé despacio, a ciegas y afinando el oído, hasta que pude reconocer unos pasos, y cada vez estaban más cerca.

En ese momento decidí que no quería ser el protagonista de ninguna de esas películas y me dí la vuelva buscando de nuevo la puerta, que se cerró de golpe antes de que consiguiera alcanzarla. Aporreé, grité y pataleé pero no fui capaz de moverla. Estaba encerrado.

Desde aquel momento la oscuridad se había hecho etérea, el tiempo transcurría con dificultad y, por primera vez en la noche, me costaba respirar. Dejé de gritar únicamente para oír con claridad la distancia que me separaba de mi verdugo, que ya no podía ser demasiada.

Nunca me había planteado como sería el momento de mi muerte pero estaba seguro de que nunca hubiese imaginado que sucedería en un lugar como aquel, la noche de mi cumpleaños. Ya casi había asumido que mi tiempo había terminado cuando, de repente, las luces del bar se encendieron y de lo que hasta aquel momento había sido oscuridad comenzaron a surgir una sucesión de zombis, brujas, vampiros y otros monstruos parecidos portando carteles con felicitaciones y mensajes divertidos. En medio de la sala, justo en frente de mi, mi mejor amigo Jaime se acercaba riéndose para darme un abrazo. ¿Por qué diablos tendría yo que nacer un 31 de octubre?

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