Diario de guerra: Día 119

Aún nos quedan muchísimos hombres pero todavía no hemos logrado recuperarnos de la última derrota. Considero la rendición de nuestro General una muy sabia decisión, pero no todas las tropas opinan lo mismo. Muchos creen que fue regalarles una batalla y se respira tensión y disconformidad entre los soldados y sus mandos.

Por mi parte, soy un hombre tranquilo y con la cabeza sobre los hombros. Dadas las condiciones de combate no hubiera sido posible ganar sin el sacrificio de gran parte de nuestras tropas, y, como supongo también pensaría el general, ese no es un precio que debiésemos estar dispuestos a pagar. 

A pesar de esto, los días siguen transcurriendo tranquilos y sin sobresaltos. El enemigo no da señales de vida y parece que también necesitará un tiempo para volver a estar listo de nuevo. Hay quienes han visto hombres merodeando relativamente cerca de nuestro campamento pero nunca pelotones de más de cuatro o cinco soldados, por lo que de momento no existe peligro manifiesto. 

Hoy he salido temprano del campamento para ir a explorar los alrededores en busca de agua y animales para cazar y he tenido una experiencia sensiblemente desconcertante. Alzándome sobre una de las colinas del prado de Fayrae pude vislumbrar un bosque a menos de una legua, y montado a lomos de mi corcel, me dispuse a adentrarme en su espesura, en busca de algunas baya o setas comestibles. Pero una vez inmerso entre la confortable sombra de los árboles no pude evitar sentarme al pie de un viejo abeto para echarme una siestecita de media mañana, y al despertar mi caballo había desaparecido.

Recorrí el bosque con ligereza y desesperación y no tardé en dar con un inmenso claro adornado con un lago de cristalinas aguas. Bebiendo de éste, en la orilla contraria a la que yo me encontraba, estaba mi corcel. Salí de entre los árboles y mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a una luz no filtrada por el espeso ramaje del bosque. Cuando llegué hasta dónde estaba el equino una figura desconocida me sorprendió lanzándome una jabalina desde la distancia. 


El arma me atravesó la capa y me hizo caer hacia atrás, sobre la hierva. Cuando alcé la mirada me sorprendió ver a una mujer de cabello rizado y figura esbelta como agente del ataque. Con un mandoble de mi alabarda hice un tajo en mis vestiduras para librarme de la jabalina y luego me encaré a mi recién descubierta enemiga, pero allí ya no había nadie. 

Recorrí el claro y el bosque, también las colinas, pero había desaparecido, así que fui a por mi caballo y regresé al campamento. Una vez en mi tienda, y después de examinar la jabalina de aquella extraña mujer, encontré una nota oculta bajo la insignia que coronaba la empuñadura del arma. Estaba escrito a tinta y la letra era grácil pero apresurada. Su contenido era el siguiente:


"Siempre creemos pertenecer al ejército correcto, pero ningún ejército es el correcto si necesita entrar en un campo de batalla para poder llegar a la victoria"

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