El arte en sus manos

Sofía caminaba apresuradamente a través de uno de los interminables corredores del monasterio. Sus pasos tronaban contra el suelo de mármol acompañando rítmicamente la escena, tímidamente iluminaba por la escasa luz crepuscular que se filtraba por las cristaleras. Al final del corredor sólo conseguía ver oscuridad pero apenas había tenido tiempo de meditar sobre la viabilidad de su ruta de escape. Entre sus brazos llevaba el tesoro más valioso que ningún ser humano había tenido la oportunidad de admirar y en su cabeza sólo cabía el objetivo de llevarlo a un lugar seguro. Al menos, al más seguro que conocía.

Tras ella, ya podían oírse los pasos de sus perseguidores tratando de alcanzarla, pero a juzgar por la intensidad de los mismos aún debían de encontrarse al inicio del corredor. Sin embargo, Sofía aceleró el paso y no tardó en llegar al portón de salida, que se abrió inesperadamente segundos antes de que ella consiguiera tocarlo. Tras él, dos hombres vestidos con traje y gafas de sol arruinaban su huida y no tuvo más remedio que dar media vuelta y correr en dirección contraria. Pero al girar se percató de que, en su vacilación, los monjes (sus otros perseguidores) habían ya recorrido gran parte del corredor y era inminente su captura

Rediseñando su estrategia, Sofía comenzó a abrir las puertas con las que se iba tropezando hasta que dio con una que daba a otro gran corredor. Sin dudar un instante, la joven cruzó el umbral y echó a correr, repitiendo la misma acción con las puertas de éste. Sin embargo esta vez, después de abrir la última puerta, retrocedió y se introdujo por la anterior, escondiéndose tras el quicio. Cuando los monjes pasaron a su lado, ni siquiera se asomaron en su busca. Su plan había sido un éxito.

Sofía suspiró, más relajada, y se dio cuenta de que el lugar en el que se encontraba en ese momento no era uno de los polvorientos y siniestros habitáculos de aquel monasterio, sino un pequeño patio interior al cual apenas alcanzaba a iluminar el poniente sol, cortado ya por los tejados de la sagrada edificación. El patio poseía múltiples macetas y jardineras pero ni una sola planta, lo único que conseguía hacer que aquel lugar contrastase con la nauseabunda esterilidad de su entorno era una viva y luminosa fuente de la que brotaba el agua más cristalina que Sofía había conocido. La muchacha no pudo evitar acercarse a ella y, sosteniendo aún su tesoro con el brazo derecho, extendió el izquierdo para palpar aquel agua con sus dedos. Era tan fresca como parecía.

En ese momento, el crack de una maceta quebrada de una patada la hizo girarse a comprobar que los dos hombres trajeados que antes le habían flanqueado el paso estaban allí, amenazándola con pistolas cuyo calibre no tenía intención de averiguar.
- Danos el crystäl- ordenaron aquellos hombres, pero Sofía no tenía intención de renunciar a él.

Permaneció algunos segundos en silencio, el tiempo suficiente para que el último rayo de Sol desapareciese al otro lado del tejado con un resplandor verdoso que la chica ya conocía. Fue ese el instante en el que la oscuridad terminó de invadir el monasterio de Gaddos y el corazón de la joven princesa Sofía, que ahora pertenecería a las oscuras garras de los agentes de S.H.I.E.L.D, la retorcida y omnipotente organización encargada de encontrar, capturar y silenciar para siempre cualquier retal de belleza que quede sobre el planeta.

Se oyó un disparo. Y murió el arte.

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