Contempló sus bosques, sus lagos, sus ríos y sus mares, y también sus desiertos, sus volcanes y sus montañas, hasta llegar a las ciudades, donde contempló a sus habitantes. Siempre había creído que aquellos individuos lánguidos y diminutos del exterior no eran personas reales, que sólo eran seres adheridos al cristal de la ventana para amenizar su visión, pero se equivocaba. Aquellos individuos lánguidos y diminutos conformaban, en su conjunto, la parte más hermosa de aquel planeta: el ser humano.
Mientras tanto, el otoño se había convertido en invierno y éste había avanzado lo suficiente como para congelar todos los mares y secar todas las flores. Kurthnaga trataba de entablar amistad con los habitantes de la Tierra cuando el frío comenzó a adueñarse de sus corazones y a apagar una a una sus finitas vidas. Ellos, avispados, rápidamente relacionaron el mortal invierno que arreciaba con la presencia de Kurthnaga y lo echaron de su ciudad, de su país, de su continente y de su planeta.
Cuando quiso darse cuenta, Kurthnaga volvía a estar solo entre el cielo y las estrellas.
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